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REVISTA DE HUMANIDADES Nº26 (JULIO-DICIEMBRE 2012): 51-75
ISSN: 07170491
LOS CONCEPTOS DE AFECTIVIDAD Y E M O C I Ó N E N L A F I L O S O F Í A DE GILBERT SIMONDON THE CONCEPTS OF AFFECT AN D EMOTION IN THE PHILOSOPHY OF GILBERT SIMONDON
Juan Ma nuel H eredia
Instituto de Investigaciones Gino Germani Pte. J. E. Uriburu 950, 6º piso C1114AAD – Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina.
[email protected]
Resumen
El artículo destaca la función que las nociones de afectividad y emoción cumplen en la ontogénesis de Gilbert Simondon e indaga el sentido que asumen en los distintos regímenes de individuación (vital, psíquica y colectiva). El análisis busca subrayar la centralidad de las temáticas af ectivo-emoti ectivo-emotivas, vas, su relación con nociones clave del proyecto filosófico simondoniano (preindividual, transducción, transindividual) y su positividad para una comprensiónn relacional y procesual de las realidades psicosociales. comprensió Palabras claves: filosofía de la individuación, afectividad, emoción, subconsciencia afectivo-emotiva, metaestabilidad.
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Abstr act
The article highlights the role that notions of affect and emotion play in the ontogenesis of Gilbert Simondon and explores the meaning they assume in different dimensions of individuation (vital, psychic and collective). The analysis seeks to show the centrality of the affective-emotional issues, its relationship with key notions of this philosophical project (the preindividual, the transductive relation, the transindividual) and his positivity for a relational and processual understanding of the psychosocial realities. Key words: Philosophy of Individuation, Affectivity, Emotion, Af fective-Emotional Subconscious, Metastability.
Recibido: 03/03/2012
Aceptado: 28/05/2012
a Néstor
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Introducción
La obra de Gilbert Simondon (1924-1989) comporta un ambicioso proyecto filosófico y epistemológico tendiente a desmontar las aporías del monismo sustancialista y del dualismo hilemórfico y, fundamentalmente, a construir en su lugar una ontogénesis que —integrando numerosos conceptos e intuiciones de la ciencia contemporánea (mecánica cuántica, física de la relatividad, termodinámica, cibernética, etc.) y de la tradición filosófica (Bergson y Bachelard, pero también Anaximandro)—, busca establecer una batería de nociones que permitan pensar la conformación de entidades en términos procesuales y relacionales. Es decir, se trata de una auténtica filosofía de la naturaleza que asume los desafíos que la ciencia de su época le plantean y que construye un protocolo conceptual para comprender procesos de individuación en distintos dominios de realidad
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(física, biológica, psicosocial), guardándose del reduccionismo y ajustando los conceptos a las especificidades de cada dominio. Postergada por más de medio siglo, la filosofía de Simondon asiste actualmente a una intensa relectura y la reconsideración de sus conceptos trasciende el campo de los estudios sobre la técnica —donde la singularidad de sus aportes ha sido particularmente valorizada. En este sentido, encontramos trabajos recientes que abordan sus vínculos con la biología (Fagot-Largeault; Petit), la ética (Hottois; Barthélémy), la filosofía política (Combes; Roux; Toscano; Virno; Roffe), la epistemología (Bontems; Barthélémy; Loeve) y las ciencias humanas (Gauchet, “Simondon, la technologie”; Krtolica), que se suman a la ya extensa bibliografía que aborda su filosofía de la técnica y de la información (Stiegler; Chateau; Paradis; Laruelle; Montoya Santamaría; Carrozzini; Gauchet, Pour un humanisme ). No obstante, en este abigarrado panorama, resalta el hecho de que no encontramos ningún artículo que aborde central y específicamente la cuestión de la afectividad y la emoción en la teoría simondoniana. Dichas nociones no solo ocupan un rol clave en los procesos de individuación, sino que además contribuyen a echar luz sobre tres de los conceptos más importantes y renovadores que ofrece su obra: (la operación transductiva, lo preindividual y lo transindividual). Es a partir de esta convicción que nos disponemos a estudiar las nociones de afectividad y emoción, buscando explicitar el sentido que asumen en los distintos regímenes de individuación y subrayar su relevancia teórica para la comprensión de los procesos psicosociales a par tir de los cuales se instituyen esas raras e inasibles entidades llamadas pueblos. Para ello, nos limitaremos al análisis de la tesis doctoral principal de Simondon: La individuación a la luz de las nociones de forma y de información . Estructuraremos este trabajo en cuatro partes. En primer lugar (§2), buscaremos establecer sucintamente el marco filosófico y ontogenético del proyecto simondoniano. En segundo lugar (§3), analizaremos la función que cumple la afectividad en la individuación de los seres vivientes. En tercer lugar (§4), abordaremos el sentido de los conceptos de afectividad y emoción en la individuación psíquica, tomando en consideración su diferencia con respecto a la individuación biológica, las características puntuales que asume cada concepto, su ensamblaje en la noción de subconsciencia afectivo-emotiva y la afirmación según la cual la realidad psíquica no es más que una “vía transitoria” hacia la individuación colectiva. Por último (§5),
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abordaremos la temática afectivo-emotiva en el régimen de individuación transindividual, explicitando su especificidad, su carácter resolutivo de la problemática psíquica y el hecho de ser un índice para captar la individualidad que asumen los pueblos. 2.
Realismo de las relaciones y ontología del devenir
Es posible sumergirse en la teoría de Simondon teniendo en cuenta dos consignas iniciales: 1) no hay que pensar al individuo aisladamente (sea un cristal, un animal o un pueblo), sino a partir de las relaciones que lo entretejen y en las cuales s e juega el devenir de su individualidad; 2) no hay que pensar al individuo en términos estáticos y sustanciales, sino a partir del proceso en que va conformando su individualidad. En este sentido, la individuación, como proyecto filosófico ontogenético, busca repensar la conformación de entidades a partir de un doble horizonte problemático: las relaciones y el devenir. En términos de historia conceptual, este horizonte sitúa a la teoría de la individuación en el marco de la tradición filosófica francesa e indica la asunción y prolongación de dos herencias aparentemente incompatibles: la epistemología de Bachelard y la metafísica de Bergson. Por un lado, entonces, nos encontramos con una premisa anti-sustancialista: un realismo de las relaciones. La relación no es el resultado segundo de una interacción entre dos términos ya individuados, sino que la relación tiene rango de ser y es primera con respecto a los términos. El individuo es el ser de la relación y no algo que la preceda, más particularmente, el individuo es la instancia a partir de la cual dos órdenes de magnitud dispares (micro y macro) se comunican —en el marco de una realidad de magnitud media asociada al individuo: el medio—. La individuación se inaugura con una relación: la del individuo con su medio asociado, esto es válido tanto para el cristal y el vegetal cuanto para el animal y el hombre. El individuo es, en tanto existe, un ser relacionado. En este punto, no hay que confundirse, Simondon no es un relativista: el individuo no es la pura relatividad de sus relaciones azarosas, el individuo es la consistencia en devenir de tales y cuales relaciones. El carácter relacional no implica que toda relación valga lo mismo, sino que el proceso de individuación de un sistema atraviesa distintas fases , siendo cada una de ellas una configuración de relaciones
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específica y consistente. Por otro lado, apuntalando el postulado relacional y remodelando las intuiciones bergsonianas, Simondon desarrolla una ontología del devenir; una ontogénesis que, rechazando la exterioridad recíproca entre ser y devenir, afirma una teoría de las fases del ser. Sumariamente, el ser no se opone al devenir, la oposición entre ser y devenir es herencia de una ontología en la cual el ser es pensado como sustancia individuada, y el devenir aparece como aquello que altera desde afuera la estabilidad de la sustancia. Simondon afirma, por el contrario, que el ser deviene; esto es, que al resolver las tensiones e incompatibilidades que porta consigo, el ser se desfasa a sí mismo y comienza (o continúa) su proceso de individuación —relacionándose con su medio asociado—. En este sentido, Simondon afirma que “el único principio por el que uno puede guiarse es el de la conservación del ser a través del devenir ” (27). Ahora bien, para poder pensar un sistema en devenir es menester que dicho sistema posea una axiomática que le permita combinar en un mismo modelo teórico las nociones de orden y de cambio, de estructura y contingencia. Para ello, Simondon introduce un concepto clave: el equilibrio metaestable. Un sistema o estructura no va de una estabilidad a otra estabilidad; si ese fuese el caso, el cambio sería teóricamente inexplicable, como sucede con el estructuralismo. La idea de equilibrio estable implica, para nuestro autor, la idea de un sistema que ya ha desarrollado y disipado todos sus potenciales inmanentes y que, como tal, no puede devenir. Se trata de un sistema muerto, un sistema que ya está completamente individuado. Por el contrario, desde una perspectiva ontogenética, la individualidad de un sistema —vivo o psicosocial— no constituye una realidad ya dada y terminada; ciertamente, posee una determinada estructuración funcional de relaciones que se corresponde con su fase actual de individuación, pero también comporta un conjunto de energías potenciales, una carga de naturaleza preindividual, que lo mantiene en estado de resonancia interna y que permite explicar las transformaciones que se operan en el devenir de su estructura. En este sentido, el cambio de un sistema se explica como el paso de un equilibrio metaestable a otro y, como veremos, este tránsito será producto de una operación particular: la operación transductiva. En un párrafo decisivo de su tesis doctoral, Simondon subraya dos enunciados: “el ser preindividual es el ser en el cual no existe fase ” y “la individuación corresponde a la aparición de fases en el ser que son las fases del
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ser ” (27). A partir de aquí, es posible distinguir tres problemas: 1) ¿Qué
es lo preindividual? 2) ¿Cómo surge la individuación? ¿Cómo distinguir los distintos regímenes de individuación y evadir un monismo de lo indiferenciado? 3) ¿Cuál es la operación que explica el paso de una fase a otra? La resolución provisoria de estas incógnitas nos permitirá completar el bosquejo general de la ontogénesis simondoniana y pasar al análisis de la afecto-emotividad en la teoría de la individuación. 2.1. El misterio de lo preindividual
En términos generales, la hipótesis de lo preindividual que plantea Simondon no es más que una exigencia lógica, pues sin este recurso, a aquello que el individuo aún no es, la idea de formación del individuo estaría desprovista de sentido. Esta exigencia, entonces, se explica por una primera operación: destituir los principios de identidad y del tercero excluido que rigen la lógica clásica. Es que, desde el momento en que se piensa el ser como unidad e identidad —es decir, como algo ya individuado—, es imposible establecer un esquema ontogenético, procesual y relacional, que dé cuenta de su génesis, de su devenir y de sus transformaciones. De aquí que Simondon postule lo preindividual como más que unidad y más que identidad, un ser completo y concreto que no es un ser total y que es dilucidado como “sistema tenso, sobresaturado, por encima del nivel de la unidad, consistiendo no solamente en sí mismo” (27). La exigencia lógica nos remite, así, al plano ontológico, donde ha de cobrar existencia. En este sentido, a partir de las indicaciones que ofrece Simondon, es posible delimitar un conjunto de coordenadas que contribuyen a dilucidar la realidad que el concepto de preindividual busca captar. En primer lugar, lo preindividual asume los rasgos de una filosofía de la naturaleza y puede ser superpuesto a los rasgos de la physis presocrática. Simondon hace una referencia explícita al apeiron de Anaximandro y, como señala en su exégesis Emilia Marty, este asumiría los sentidos de infinitamente creciente y poder generador. En este sentido, Simondon señala que lo preindividual es tanto “un ser sin fases”, es decir, aquello que precede a la individuación; cuanto una “naturaleza asociada” al individuo, es decir, una carga de potenciales que explica las transformaciones del individuo y realiza la individuación en el desfasamiento del ser.
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Es decir, sería tanto una hipótesis metafísica (fuente de toda individuación: ser completo), cuanto una fuerza que moviliza energías potenciales en los procesos de individuación. Lo cual nos lleva a una segunda coordenada, de la cual algo ya hemos dicho, la metaestabilidad. En efecto, un sistema en equilibrio metaestable posee una instancia energética, un campo de tensión y de potenciales no resueltos, un conjunto de fuerzas organizables pero no individuadas, que trabajan al sistema desde adentro. No obstante, el límite de la metáfora mecánica es que esta “energía preindividual” no propulsa una máquina ya terminada, sino una máquina que se transforma a sí misma, agregando nuevos axiomas con cada fase de individuación. Por otro lado, estos potenciales preindividuales de los que habla Simondon no deben confundirse ni con la idea de potencia aristotélica ni con la idea de posibilidad leibniziana, lo preindividual no contiene posibilidades preformadas ni potencias codificadas teleológicamente. Esta doble negación nos remite a una coordenada aun más profunda: la mecánica cuántica y la teoría de los quanta, las cuales según Simondon podrían considerarse como “dos maneras de expresar lo preindividual ” (29). En este sentido, Simondon saca todas las conclusiones anti-sustancialistas y relacionales que propicia la escala de Planck: encuentra en la realidad cuántica de la que emergen los procesos físicos (y en la dualidad onda/partícula) una forma de pensar lo preindividual y, aun más, sugiere que las dos grandes teorías de la física contemporánea podrían unificarse en torno de lo preindividual, dado que sus incompatibilidades remitirían al hecho de que sus conceptos están pensados en función de una realidad ya individuada y no en función de un proceso de individuación (29). Como puede advertirse, un análisis detallado de la hipótesis de lo preindividual implica una multiplicación de coordenadas y una labor exegética que escapa a los objetivos y posibilidades del presente estudio. No obstante, como intentaremos demostrar, es posible vislumbrar en la dimensión afectivo-emotiva una vía de acceso a la comprensión efectiva de lo preindividual en sus manifestaciones intensivas. 2.2. Regímenes de individuación
Podría caber la impresión de que la filosofía de la individuación conduce a un monismo de lo indiferenciado y a una pura relatividad de la
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relación en variación continua. Lo cierto es que Simondon no opera una recuperación ingenua e idealista de la categoría de devenir. En esta teoría no hay vértigo ni un expresionismo omnipotente, hay fases dotadas de consistencia, configuraciones relacionales, estructuraciones. Hay, entonces, regímenes de individuación que remiten a distintas dimensiones del proceso real y que poseen conceptos operativos específicos. Asimismo, la teoría de la individuación posee una coherencia y funda un protocolo conceptual que opera en distintos dominios, no para reducirlos o desrealizarlos en una tautología metafísica sin contenido, sino para abrir en cada uno de ellos un campo de problemas que haga viable una perspectiva ontogenética. La constitución de esta perspectiva comienza con la apelación a un paradigma físico, el proceso de cristalización, el cual operará como modelo de la individuación física. Esquemáticamente, el cristal comienza su individuación cuando en un medio material amorfo y metaestable (licor madre, compuesto por moléculas en tensión caótica y bajo una temperatura de fusión) aparece un germen cristalino (una singularidad) y desencadena un proceso de amplificación. Al instalar una disimetría en la materia amorfa, el germen altera el equilibrio metaestable preindividual y produce una amplificación, una transducción, un desfasaje del ser consigo mismo. En ese sentido, Simondon señala que a la génesis de un proceso de individuación “sólo podemos comprenderla a partir de esta sobresaturación inicial del ser homogéneo y sin devenir que enseguida se estructura y deviene, haciendo aparecer individuo y medio según el devenir” (27). Si bien el paradigma de la individuación y muchos de sus conceptos remiten al dominio físico, ello no implica un reduccionismo fisicalista. De hecho, los regímenes de individuación en el dominio biológico y transindividual revelarán dinámicas y nociones específicas así como también la continuidad de un conjunto de conceptos clave que, reajustados al dominio de referencia, mantendrán su operatividad. Este es quizá el punto más alto de esta ambiciosa filosofía de la naturaleza: construir una ontogénesis y un método que, manteniendo la coherencia de un protocolo conceptual, dé cuenta sin reduccionismos de distintos regímenes de individuación. En este sentido, para escapar a cualquier ortodoxia metafísica, debemos tomar los conceptos de Simondon en tanto operativos y problemáticos, pues a fin de cuentas contribuyen a constituir una pragmática de los procesos y las relaciones. Se plantea, por último, la cuestión de las relaciones entre los diversos regímenes y el carácter del pasaje de una a otra. Sin entrar
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en detalles, hay que señalar que la filosofía de la individuación rechaza tres cortes metafísicos: el corte vitalista, el corte antropológico y el corte individuo/sociedad. Contra el primero, afirma que no hay una diferencia de naturaleza entre lo material y lo vital, porque el mundo físico también revela sistemas provistos de un alto nivel de organización y “contiene sistemas en los que existen energías potenciales y relaciones, soportes de información” (232). En este punto, Simondon sugiere que “quizás hace falta suponer que la organización se conserva pero se transforma en el pasaje de la materia a la vida” (232). Contra el corte antropológico, Simondon nos recuerda que el hombre es una criatura biológica como cualquier otra y que lo psíquico no aparece como un corte con lo vital, sino como una nueva dimensión de individuación, producida por neotenia, en el seno de lo vital. Contra el corte individuo/sociedad, Simondon afirma una teoría de la individuación psíquico-colectiva, poniendo en un plano de continuidad y elaboración recíproca a la realidad psíquica y a la transindividual. 2.3. La operación transductiva
En un célebre pasaje, Simondon define a la transducción del siguiente modo: Entendemos por transducción una operación física, biológica, mental, social, por la cual una actividad se propaga progresivamente en el interior de un dominio, fundando esta propagación sobre una estructuración del dominio operada aquí y allá: cada región de estructura constituida sirve de principio de constitución a la región siguiente, de modo que una modificación se extiende así progresivamente al mismo tiempo que dicha operación estructurante. (38)
La traducción es un concepto lógico y ontológico, funda una metodología propia de la ontogénesis y se desmarca de la inducción, la deducción y la dialéctica (Simondon 39-41). La imposibilidad de desarrollar aquí un estudio exhaustivo de esta noción nos conmina a indicar solo algunos de sus rasgos generales: 1) la transducción es la operación a partir de la cual surgen en el devenir de un ser nuevas estructuras y dimensiones, indica el cambio de fase de un sistema metaestable y permite pensar a este como una
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dinámica jalonada por un doble movimiento de amplificación y condensación (operación/estructuración), “la operación transductiva es una individuación en progreso” (Simondon 38). 2) La operación transductiva implica una amplificación que, como hemos visto en el caso del cristal, inaugura un movimiento que mediatiza dos órdenes de magnitud dispares (la energía potencial del medio amorfo [magnitud superior] y la información aportada por el germen cristalino [magnitud inferior]) y desencadena la estructuración progresiva de un dominio (proceso de cristalización que instituye un orden de magnitud medio). Como veremos, la operación transductiva adquiere rasgos específicos en los procesos de individuación biológica, psíquica y transindividual, no obstante, su operatividad siempre remitirá a esta capacidad de mediar entre dos órdenes de realidad dispares y posibilitar su comunicación en función de una nueva estructuración. 3) La propagación operada por la transducción comunica y hace pasar al nivel macro las propiedades activas que posee la discontinuidad micro. En este sentido, explica el proceso de información de un sis tema, es decir, el proceso a través del cual un sistema se forma y se estructura en el marco de un devenir metaestable. 3.
La afectividad en la individuación vital
En términos genéricos, como indica Anne Fagot-Largeault, la posición de Simondon respecto de lo viviente se corresponde con muchas de las tesis de la biología teórica contemporánea: “el individuo biológico aparece como un sistema abierto que mantiene un equilibrio inestable con su medio y que amplifica su organización al transformar el desorden en información” (Fagot-Largeault 27). No obstante, la problemática que plantea Simondon en relación al individuo viviente escapa a los marcos de la biología molecular dominante y no es posible juzgarla —como hace FagotLargeault— a partir de esta última pues ella, además de serle posterior, opera a partir de un hilemorfismo genético incompatible con la ontogénesis (Petit 49). En cualquier caso, lo que aquí nos ocupa es la función operativa de la afectividad en el domino de la individuación de los seres vivientes y, particularmente, en sus implicancias onto-etológicas, y no en relación a las problemáticas vinculadas a la individuación de especies, la reproducción, etc. Para situarnos en ese dominio es menester hacer dos comentarios preliminares. Por un lado, a diferencia de los sistemas físicos, los sistemas
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vivientes no son solo el resultado de un proceso de individuación, sino que poseen en sí mismos una resonancia interna que les permite estar en permanente relación de intercambio y comunicación consigo y con su medio. En este sentido, los sistemas vivos implican negentropía, es decir, conjuran la entropía de su sistema incorporando energía del exterior y reproduciendo un orden metaestable que es condición de vida. Como señala Simondon, “ el individuo viviente es sistema de individuación, sistema individuante y sistema individuándose ; la resonancia interna y la traducción de la relación consigo
mismo en información están en este sistema de lo viviente” (31). Por otro lado, Simondon caracteriza a la vida a partir de dos coordenadas: como operación, vivir es —bergsonianamente— resolver problemas; como movimiento, vivir es preservar un equilibrio metaestable entre la integración y la diferenciación (235). En este sentido, el viviente es caracterizado como una estructura tríadica de funciones perceptivas, activas y afectivas que, en el movimiento vital, va resolviendo problemas y superando dificultades. En su relación con el medio, el viviente se muestra como un sistema que mediante operaciones transductivas reproduce un equilibrio metaestable entre integración y diferenciación. En este punto, Simondon señala que “la transducción es efectuada por la afectividad y por todos los sistemas que juegan en el organismo el rol de transductores a diferentes niveles” (234). A partir de aquí, se pueden destacar dos elementos. En primer lugar, Simondon plantea la centralidad de la afectividad, pues es a partir de ella que es posible la relación entre percepción y acción, entre integración y diferenciación, entre lo uno y lo múltiple (237). En este sentido, hay una verdadera transducción afectiva, la afectividad aparece en lo viviente como un elemento operativo con valor regulativo, es decir, la afectividad transductiva relaciona las funciones perceptivas y activas, haciendo posible el doble movimiento de integración y diferenciación. Así, a partir de las afecciones, el animal se orienta en el devenir y encuentra un sentido unificado para coordinar percepción y acción. En este punto, Simondon distingue entre una afectividad instantánea y una afectividad relacional, vinculándolas con diferentes áreas del funcionamiento cerebral 1; la primera remite a la inmersión
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La afectividad instantánea remitiría a la región del arquipalio, encargada de la regulación de los instintos; mientras que la afectividad relacional remitiría a los lóbulos frontales que realizan la asociación entre las áreas receptoras y las motrices (Simondon 238).
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del ser en el devenir, la segunda será la sede de la actividad transductiva y operará la modulación conjunta de la actividad diferenciante y la actividad integradora. Así, mediante esta afectividad relacional —también llamada, afectividad activa — sería posible captar al individuo en su vida singular, es decir, captar al individuo en tanto individuación y operación de transducción afectiva. En segundo lugar, cabe hacer notar que esta afectividad no solo no cumple una función abstracta (porque está sujeta a los vaivenes de la percepción y la acción) sino que tampoco se encuentra por fuera de los avatares del devenir (afectividad instantánea). En este sentido, la afectividad está individuada (e individúa) temporalmente, y es por ello que puede manifestar la singularidad de un ser viviente; en el proceso de individuación ella deviene afectividad constructiva, instancia en la cual confluyen y se relacionan los múltiples mundos perceptivos en los que participa el viviente, las dimensiones abiertas en ellos por su accionar y, por último, una suerte de memoria afectiva que marca su singularidad y su identidad actual. 2 Esta memoria afectiva remite a la piel y a las membranas y, en este movimiento, el orden cronológico se vincula con el orden topológico (Marquet 93-94). A diferencia del cristal, el viviente posee un medio interno (pasado), un medio externo (futuro) y una membrana polar y selectiva (presente). Aquí, en la sensibilidad de la membrana y en la resonancia interna de la memoria afectiva, se juega la individualidad del viviente: instancia relacional de implicación recíproca entre lo interior y lo exterior. Así, el viviente se singulariza en su medio asociado, en tanto es agente de una transducción afectiva y en tanto es producto de una relación entre órdenes de magnitud dispares (pasado y futuro, medio interno y medio externo). La individuación psíquica surge cuando una incompatibilidad se hace presente en el circuito percepción-acción-afección que organizaba las funciones vitales (Simondon 242-43). Lo psíquico aparece cuando queda un resto de potenciales preindividuales que no s e actualiza en la individuación biológica y que, transfiriéndose, funda otro dominio de individuación. Simondon explica este surgimiento a partir de la neotenia y es explícito al
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En este sentido, Simondon señala que “el tipo fundamental de transducción vital es la serie temporal, a la vez integradora y diferenciante; la identidad del ser viviente está hecha de su temporalidad” (239).
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señalar que lo psíquico no se basa ni reforma el plano de lo vital, sino que se instala como una nueva dimensión de individuación que se vincula con lo preindividual pero no bajo la forma de la problemática vital. Las motivaciones vitales aparecen en lo psíquico como problemas pero no como determinaciones constructivas; por el contrario, lo psíquico mantiene una relación profunda con lo preindividual, por un lado, y con lo transindividual, por otro. En este sentido, no existe una individuación psíquica autónoma, la fase de ser que aquí se abre es toda entera psíquico-colectiva. Más precisamente, lo psíquico es la sede de una relación transductiva entre lo interior y lo exterior; entre lo preindividual y lo transindividual. En el próximo parágrafo (§4) nos ocuparemos de la problemática afectivo-emotiva en relación a un aspecto de lo psíquico, la relación del individuo consigo mismo. En el parágrafo siguiente (§5), abordaremos la misma problemática en relación al otro aspecto de lo psíquico, la unión del individuo con el mundo y su participación en lo transindividual. Este doble movimiento nos permitirá captar la centralidad de la problemática afectivo-emotiva y su carácter fundante en la individuación psicosocial. 4.
La afecto-emotividad en la individuación psíquica
En principio, hay que aclarar que el campo problemático inaugurado por la realidad psíquica es multidimensional y posee múltiples vías de entrada en la obra simondoniana. En este sentido, se imponen dos consideraciones preliminares. Por un lado, si bien aquí nos ocuparemos de las temáticas de la afecto-emotividad, hay que tener en cuenta que la realidad psíquica no se agota en ellas sino que implica también otra serie de elementos relacionados (percepción, acción, reflexividad, memoria, imaginación, etc.). No obstante, como veremos, la problemática afectivo-emotiva cumple un rol clave en lo psíquico, particularmente, en lo relativo al vínculo entre lo preindividual y lo transindividual. Por otro lado, para situar la problemática, hay que señalar que Simondon distingue tres niveles del proceso psíquico. El primer nivel remite a la individuación psíquico-colectiva en su unidad, busca describir esta fas e del ser en su movimiento de estructuración y en su lógica ontogenética específica. El segundo nivel remite a un proceso continuo de individualización, el cual responde a las singularizaciones que
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va asumiendo cada individuo y que definen su historicidad real. El tercer nivel viene dado por la personalización, que constituye un mixto de individuación e individualización y que opera a través de crisis discontinuas (sus fluctuaciones remiten al domino de lo cuántico). Los cambios de personalidad implican una ruptura y, a la vez, una re-estructuración de la historicidad individualizada (Simondon 395-99). En lo sucesivo, abordaremos la problemática afectivo-emotiva en el primer nivel. El psiquismo surge cuando el viviente no se concretiza completamente y conserva una carga de ser preindividual que, ralentizando la trialidad coordinada de lo viviente, produce una dualidad interna. Esta dualidad implicará para el viviente la posibilidad no solo de estar en proceso de individuación sino, además, de ser un elemento individuante de su propio proceso pues, en lo sucesivo, mantendrá también una relación consigo mismo. En este marco, la afectividad cambia de estatuto en el paso de lo vital a lo psíquico. Mientras que en la individuación vital la afectividad aparecía como elemento de transducción resolutiva, regulación y coordinación de las funciones; en la individuación psíquica, por el contrario, la afectividad aparece como problema y no como solución; inquietud incompatible que sobrecarga y ralentiza el funcionamiento coordinado del sistema biológico y que, planteando nuevos problemas, anuncia la necesidad de la individuación colectiva (Simondon 243-44). Este desplazamiento nos impele a indagar los caracteres que asume la afectividad en la vida psíquica. Se pueden destacar tres elementos: 1) La afectividad marca en el sujeto el punto de tensión entre lo preindividual y el individuo hasta ahí constituido, es decir, es la relación intensa del individuo consigo mismo. Así, ella aparece como inestabilidad, tensión, ralentización de las funciones vitales, contradicción de valores, emergencia ininterrumpida y heterogénea de afecciones dispares. La afectividad, entonces, es la manifestación intensiva de lo preindividual en el sujeto (Simondon 374). 2) La afectividad no es un puro padecer somático, implica una relación inmanente que no se deja reducir a la bipolaridad placer/dolor. Ciertamente, a nivel del sujeto individualizado, las afecciones se ordenan conforme a esa bipolaridad 3; pero placer y dolor no constituyen
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Sobre este respecto, Simondon señala que “la afección se ordena según la bipolaridad de lo alegre y lo triste, de lo afortunado y lo desdichado, de lo exaltante y de lo deprimente, de la amargura o la felicidad, del envilecimiento y del ennoblecimiento” (381).
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el dato afectivo mismo sino el modo a partir del cual una determinada afección repercute en el sujeto individualizado. Las múltiples díadas cualitativas que así se constituyen, instauran en el sujeto diversos mundos afectivos que se superponen y se disponen caóticamente, sin lograr por sí mismos un equilibrio metaestable para el universo afectivo que componen. Por otro lado, a nivel de la individuación, la afectividad no remite a lo somático sino que expresa la relación entre lo preindividual y lo individual. Esta relación funda una instancia de intercambio afectivo en la cual se distinguen estados afectivos positivos (concordancia y sinergia entre el individuo y lo preindividual actual) y estados afectivos negativos (conflicto entre la individualidad constituida y el movimiento de lo preindividual). 3) Así como la sensación y la percepción son la inmersión del individuo en el mundo, la afectividad se manifiesta además como inmersión del sujeto en el devenir y marca su integración a estructuras temporales; en este sentido, “la afectividad está bien lejos de ser solamente placer y dolor; es una manera para el ser instantáneo de situarse según un devenir más vasto; la afección es índice de devenir” (Simondon 385). De modo que, en el plano de las sensaciones y las afecciones, el sujeto se encuentra completamente inmerso en un devenir que lo desborda y lo mantiene en permanente estado de inquietud: las sensaciones que recibe del mundo y las repercusiones afectivas de su ser lo vuelven indiscernible de un devenir problemático e intenso. Ahora bien, las problemáticas afectivas que intensifican la vida psíquica no se resuelven ni se coordinan a sí mismas, no son suficientes para constituir en el sujeto un ordenamiento que las englobe y garantice el establecimiento de un equilibrio metaestable. Las afecciones son la inestabilidad en acto, la presencia tensa y actual de lo preindividual no-resuelto. En este sentido, las problemáticas afectivas aparecen en lo psíquico acompañadas de un nivel suplementario, la emoción, que operará como factor de organización, jerarquización y unificación temporal de las afecciones con miras a la individuación de una disposición; “la emoción modula la vida psíquica, mientras que la afección interviene solamente como contenido” (Simondon 387). La emoción, entonces, aparece en el ser del sujeto como una organización significativa de las díadas cualitativas, como una solución parcial de la problemática afectiva que, en sí misma, solo manifiesta un advenimiento permanente de afectos e intensidades incompatibles. La emoción logra conquistar una dimensión superior que garantiza un equilibrio
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metaestable sobre la base de la problemática afectiva. Respecto de ella caben algunas precisiones: 1) A diferencia de la afección, la emoción posee una consistencia que persiste, expresa un tipo de resonancia interna que perdura y que conquista la unidad temporal de un estado autoconservado, de una disposición, de una “actitud” (Simondon 386-87). Es en este sentido que la emoción integra a las diversas dimensiones del universo afectivo, es organización de afectos y opera en lo psíquico “un descubrimiento de la unidad de lo viviente”, es decir, una resonancia interna en el seno de un sistema en equilibrio metaestable. 2) En el devenir afectivo-emotivo de un sujeto, el paso de una emoción a otra se da por una ruptura interna y es precisamente este tránsito lo que desorganiza al sujeto, no la emoción misma (Simondon 387). Cuando determinadas repercusiones sensitivas y afectivas se revelan como no-integrables a la disposición emotiva en curso, el sujeto sufre una ruptura y reorganiza su universo afectivo en torno a otra modalidad emocional. En este sentido, la emoción se basa en la afectividad, pero la afectividad —como tensión entre el ser individuado y lo preindividual— no se funda en la emoción, sino que encuentra en esta última un camino para estabilizar parcialmente su problemática inmediata dentro de un nuevo equilibrio. 3) Simondon señala que el papel de la emoción con respecto a las afecciones es análogo al papel de la percepción con respecto a las sensaciones. Ambas son individuaciones psíquicas que prolongan la individuación viviente, ambas resuelven una disparidad previa, ambas generan un orden metaestable; la diferencia es que la primera descubre la unidad de lo viviente y la segunda la unidad del mundo (Simondon 386). Sin embargo, emoción y percepción son aún modos transitorios de actividad que requieren una instancia superior de integración, instancia que implicará una relación activa con el mundo y con los otros vivientes. Como veremos, solo a par tir de esta última individuación podrá el sujeto resolver su problemática afectivo-emotiva. Por último, cabe referirse a la subconciencia afectivo-emotiva. En primer lugar, Simondon señala que el psicoanálisis ha hecho bien en ubicar el centro de la individualidad en el régimen afectivo-emotivo, pero les reprocha a Freud y a Jung el haber concebido al inconsciente como un psiquismo completo que sería como un calco invertido de la realidad consciente. Por el contrario, Simondon afirma que entre lo inconsciente (que remite a la capacidad de acción del sujeto) y lo consciente (vinculado a la capacidad de representación) se sitúa el subconsciente afectivo-emotivo, capa relacional
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que constituye el nivel más íntimo de la individualidad y que explica sus modificaciones. Asimismo, esta mediación entre dos órdenes dispares hace de la instancia afectivo-emotiva la forma privilegiada de transducción en el ser psíquico, pues “el psiquismo no es ni pura interioridad ni pura exterioridad, sino permanente diferenciación e integración, según un régimen de causalidad y de finalidad asociados que llamaremos transducción” (Simondon 366). Así, la subconsciencia afectivo-emotiva es la instancia en la cual se opera la transducción entre diversas realidades psíquicas (lo conciente y lo inconsciente, la representación y la acción, etc.) y “su realidad es la de una relación que posee respecto a sus términos un valor de autoposición” (366). En segundo lugar, Simondon señala el carácter cuántico de la conciencia y, particularmente, de la instancia que nos compete: “La afectividad y la emotividad son susceptibles de reorganizaciones cuánticas; proceden por saltos bruscos, y obedecen a una ley de umbrales. Son relación entre lo continuo y lo discontinuo puro, entre la conciencia y la acción” (367). En este sentido, la hipótesis cuántica permitiría abrir una vía de mediación transductiva en el ser psíquico entre la unidad y la pluralidad, entre lo continuo y lo discontinuo, entre la unión del individuo con el mundo y la relación del individuo consigo mismo. En tercer lugar, Simondon afirma que la individualidad de un individuo psíquico, así como la individualidad de un grupo o de un pueblo, ha de ser buscada en este régimen afectivo-emotivo subconsciente (367-68). Ahora bien, ¿la subconsciencia está en el individuo psíquico, en el grupo o en el pueblo? ¿Qué contiene, qué expresa? Abordaremos estas cuestiones en el próximo parágrafo, pero cabe adelantar que ella: se elabora en la individuación psíquico-colectiva y no en el ser psíquico aislado; es fundamento de la comunicación intersubjetiva y no su resultado; s us contenidos aparecen como símbolos (mixtos de representación y de acción) y, en algunos casos, expresan un encargo transindividual que pesa sobre los vivos. Hasta aquí nos hemos referido al régimen afectivo-emotivo en lo que respecta a uno de los aspectos del ser psíquico: su relación consigo mismo. En el próximo parágrafo abordaremos la otra cara, que es la relación del ser psíquico con el mundo y su participación transindividual. Surge, entonces, la necesidad de explicar esta reciprocidad entre lo psíquico y lo transindividual. Simondon ofrece dos respuestas, una teórica y otra que remite a experiencias existenciales significativas. Respecto a la primera, Simondon señala que el individuo psíquico —en tanto ser transductivo— se basa sobre
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dos dialécticas conexas: una que interioriza lo exterior y otra que exterioriza lo interior: “así, la individualidad psicológica aparece como aquello que se elabora al elaborarse la transindividualidad” (418). Respecto a la segunda respuesta, Simondon indica diversas experiencias que impulsan al individuo psíquico a asumir lo transindividual; nos referiremos solo a una: la angustia. Simondon analiza este fenómeno como un “caso límite” que permite dilucidar, en la no resolución de la problemática afectivo-emotiva, las consecuencias de una individuación psíquica que no se prolonga en lo colectivo. Cuando lo preindividual no se amplifica en lo transindividual surge la angustia, la cual revela cómo esa sobrecarga de realidad preindividual, al no resolverse, recae sobre el individuo aislado y lo pone como problema para sí mismo (Simondon 378-79). La angustia aparece como un estado afectivo negativo que, manteniéndose como conflicto interno, no logra pasar a una fase superior de individuación; es “emoción sin acción”. De modo que la problemática afectivo-emotiva no se resuelve a nivel del individuo psíquico, lo psíquico es una “vía transitoria” hacia lo co lectivo —donde se consumará y resolverá su problemática—. Aquí, es importante subrayar que la consistencia de lo colectivo anidará primariamente en las dimensiones afectivas, pues “es la afectividad la que lleva a la carga de naturaleza preindividual a convertirse en soporte de la individuación colectiva” (374). Se comprende, entonces, por qué lo transindividual se funda en lo preindividual que portan los sujetos y por qué el individuo no es más que una vía transitoria y una operación transductiva entre lo preindividual y lo transindividual. 5.
La afecto-emotividad en la individuación transindividual
La complejidad de la noción de lo transindividual, el conjunto de debates que suscita 4 y la extensión que habilita el presente estudio, nos obligan 4
La noción de lo transindividual ocupa un lugar central en el debate actual sobre la teoría de la individuación, sobre ella hay diversas lecturas y problemas que no es posible reproducir aquí. No obstante, remitimos al lector a algunos de los estudios que consideramos más relevantes sobre el tema: Barthélémy; Montoya Santamaría; Guchet, Pour un humanisme ; Combes.
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a una prudencia extrema y a un recorte, por lo menos, fragmentario. Destacaremos solo algunos aspectos relativos a la problemática de la afectoemotividad, sin expedirnos sobre otras cuestiones no menos relevantes. No obstante, ante el riesgo de ofrecer conclusiones sin premisas, es menester hacer algunos comentarios preliminares. Por un lado, se impone un momento negativo para delimitar la realidad positiva que busca captar el concepto. Lo transindividual no es lo social puro 5, no remite a un organicismo preformista ni a un historicismo genealógico. Tampoco debe confundirse con lo interindividual (interacción cara a cara entre individuos constituidos), ni con la comunidad de acción (estructura-funcional que rige la división del trabajo), ni con un comunitarismo de corte hegeliano. Ni organicismo romántico, ni modo de producción económico, ni contrato socio-político. Lo transindividual se acerca a la idea de pueblo y de espiritualidad colectiva, busca captar una realidad que posee su propia metaestabilidad, que tiene consistencia relacional y que es histórica, pero que excluye cualquier derivación hacia el esencialismo o el relativismo cultural. Por otro lado, lo transindividual busca superar los enfoques dualistas e hilemórficos que oponen abstractamente individuo y sociedad. Estos engendran un sustancialismo sociologista (donde la sociedad da forma al individuo) y sustancialismo psicologista (donde los individuos dan forma a la sociedad); ambos desrealizan la individuación porque presuponen que los términos (individuo y sociedad) son previos al proceso relacional que, en realidad, los constituye. Lo social puro y lo psíquico puro son solo “casos límites”, abstracciones hilemórficas de la epistemología moderna que no pueden dar cuenta del centro real metaestable donde se individúa el ser a partir de procesos y relaciones. En primer lugar, Simondon señala que “la única y definitiva metaestabilidad es la de lo colectivo, porque se perpetúa sin envejecer a través de las individuaciones sucesivas” (324). ¿Cómo asir esta perpetuidad de lo transindividual? ¿Cómo conciliarla con el movimiento histórico a partir del cual se individualizan los pueblos? Dos respuestas parecen posibles. Por un lado,
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Lo “social puro” solo se da en algunas sociedades animales, especies que manifiestan una clara distribución de funciones en su estructura y cuyos representantes individuales son solo partes dependientes de un organismo mayor, que es el verdadero individuo (Simondon 244-45).
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en términos ontogenéticos, el proceso de individuación avanza conforme va resolviendo problemáticas previas, cada fase implica una solución parcial de la carga de realidad preindividual que la problematiza y una transferencia de dicha carga a un nivel superior. Hemos visto cómo, desde lo físico a lo vital y desde lo vital a lo psíquico, el ser va conquistando nuevas instancias de metaestabilidad al tiempo que relanza la problemática preindividual sobre la cual se asienta. Así, cada solución rechaza el problema. Ahora bien, vemos que con lo colectivo se cierra el círculo y se instala un juego permanente entre lo preindividual y lo transindividual, juego eterno que no se cosifica en estructura estática ni en esencia comunitaria sino que revela un movimiento perpetuo de autorenovación del ser. Asimismo, este juego no desrealiza al individuo sino que —como dice Marquet— “le permite hacer sentido, traducir y transducir su singularidad en una significación que otros retomarán y reanimarán indefinidamente” (97). Por otro lado, en términos del sistema político, la metaestabilidad de lo colectivo ha de ser pensada según un movimiento (transductivo, político) que media entre un sistema normativo individuado y una dinámica de los valores. 6 Éstos últimos expresan lo preindividual y se encarnan en grupos de interioridad 7 movidos por afinidad y participación afectivo-emotiva. El derecho, por su parte, no es más que la institucionalización de una valoración colectiva que ha logrado amplificarse e individualizarse en una determinada fase del sistema político. La perpetuidad de lo colectivo, entonces, anida en el hecho de que hay una permanente metaestabilidad entre normas y valores, entre lo individuado y lo preindividual. La historicidad de los pueblos, por otra parte, se explica por una serie sucesiva de individualizaciones jurídicas, estas son el resultado de una resolución (política) de las problemáticas e incompatibilidades que plantea la dinámica de los valores. Esta última, expresión de lo preindividual,
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Sobre la relación entre normas y valores en la teoría de Simondon, se destaca el estudio de G. Hottois, L´éthique chez Simondon 69-90. Por nuestra parte, si bien reconocemos allí una interesante elaboración del problema, nos distanciamos de las conclusiones que saca el autor. Simondon retoma las categorías de in-goup y out-group (437-38) de la psicosociología norteamericana y, particularmente, de la teoría de la dinámica de los grupos de Kurt Lewin, remodelándolas en función de su teoría de lo transindividual. Para un análisis de estas filiaciones teóricas, ver Guchet, “Simondon, la technologie”.
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se encarna en grupos de interioridad que pueblan lo transindividual y, a la vez, en una subconsciencia afectivo-emotiva. En segundo lugar, cabe preguntarse por la resolución colectiva de la problemática afectivo-emotiva del sujeto. Se puede responder a ello de dos maneras. Por un lado, Simondon señala que la individuación colectiva no es resultado de un contrato o interacción entre individuos; lo transindividual no es lo interindividual. El proceso de individuación colectiva implica una verdadera individuación: reúne las cargas de naturaleza preindividual que portan intensamente los sujetos y las estructura en un sistema metaestable de orden superior. Los individuos psíquicos pueden resolver su problemática porque son parte de grupos de interioridad fundados en la dimensión afectivo-emotiva, dichos grupos le garantizan una estabilidad afectiva a través de la participación y los convierten en verdaderos individuos de grupo que portan valores. Así, la consistencia de lo colectivo está dada por la afinidad afectiva que los funda y los mantiene; la individuación es psíquico-colectiva porque comporta los dos movimientos: la relación del individuo consigo mismo y la relación de participación que une al individuo con grupos de interioridad que pueblan el plano transindividual. Por otro lado, como vimos en el parágrafo anterior, la angustia aparecía como problema irresoluble porque implicaba una “emoción sin acción”. Y, en efecto, Simondon dirá que a nivel de lo transindividual, la emoción y la acción son recíprocas y correlativas, pues “la acción es individuación colectiva captada del lado de lo colectivo, en su aspecto relacional, mientras que la emoción es la misma individuación de lo colectivo captada en el ser individual en tanto participa de esta individuación” (375). De modo que tenemos una doble relación: por un lado, el sujeto se orienta en la comunidad de acción conforme su emoción (es decir, a partir de su participación afectivo-emotiva en grupos) y, por otro lado, la comunidad de acción posee un sentido inmanente en el movimiento afectivo-emotivo que informa a los grupos; “la emoción se prolonga en el mundo bajo la forma de acción como la acción se prolonga en el sujeto bajo la forma de emoción: una serie transductiva va de la acción pura a la emoción pura” (376). Lo transindividual, entonces, aparece como una suerte de espiritualidad popular donde se tramita la relación entre agenciamientos y emociones (376-77). Por último, cabe referirse a la subconsciencia afectivo-emotiva en relación a lo transindividual. Simondon señala que “si en un cierto sentido
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se puede hablar de la individualidad de un grupo o de un pueblo, no es en virtud de una comunidad de acción . . . , ni de una identidad de representaciones conscientes . . . ; es al nivel de los temas afectivo-emotivos, mixtos de representación y de acción, que se constituyen los agrupamientos colectivos” (368). ¿Cómo explicar esta suerte de subconsciencia popular? ¿Cómo entender esta espiritualidad afectivo-emotiva? En principio, Simondon aclara que su unidad no debe ser buscada ni en la comunidad de acción ( que remite al mundo del trabajo, definido por relaciones funcionales e intercambios entre grupos de exterioridad), ni en la comunicación intersubjetiva de representaciones conscientes (que presupone una interacción entre individuos ya constituidos). La participación afectivo-emotiva que liga a los sujetos en su intimidad es, por un lado, la base de la comunicación intersubjetiva (y no su resultado) y, por otro lado, el fundamento dinámico que —a través de grupos de interioridad e individuos de grupo— da sentido inmanente a una comunidad de acción. Para justificar esta aseveración, debemos sumergirnos nuevamente en la subconsciencia afectivo-emotiva y encontrar allí las bases de una teoría de la expresión transindividual que, paradójicamente, extrae su fuerza de un pensamiento sobre la eternidad: “se debe dejar la experiencia de la eternidad al nivel de lo que verdaderamente es, a saber el basamento de un régimen afectivo-emotivo” (369). Cabe preguntarse ¿qué contiene y qué expresa la subconsciencia afectivo-emotiva? Respecto de lo primero, hay que decir que esta subconsciencia está poblada por los símbolos, significaciones que son complementarias y recíprocas de los individuos vivos. Ahora bien, Simondon se detiene en unos símbolos particulares: los que los muertos legan a los vivos (369-70). Es que, en el marco de una ontología relacional, la muerte biológica implica una interrupción de la relación del individuo consigo mismo pero no una desaparición de su relación con el medio y con el mundo; en este sentido, los muertos se sobreviven como significación: son una ausencia activa, son núcleos de afectividad y emotividad que existen como símbolos para los vivos y, en contadas ocasiones, dan lugar a mitos que informan la vida de un pueblo. Ahora es posible dilucidar por qué la subconsciencia afectivo-emotiva se nutre de una forma de eternidad y se prolonga en un tipo de expresividad transindividual: En el momento en que el individuo muere, su actividad es inacabada, y puede decirse que permanecerá inacabada en tanto subsistan seres capaces de reactualizar
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esta ausencia activa, semilla de conciencia y de acción . . . La subconsciencia de los vivos está completamente entrelazada con este encargo de mantener en el ser a los individuos muertos que existen como ausencia, como símbolos de los cuales los vivos son recíprocos. (370)
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Conclusión
Como hemos visto, las temáticas afectivo-emotivas se vinculan con nociones clave del corpus simondoniano (lo preindividual, la operación transductiva, lo transindividual) y ocupan un rol de articulación destacado en la filosofía de la individuación. Asimismo, estas temáticas afectan tanto a la individuación biológica cuanto a la psíquico-colectiva, constituyendo de este modo un plano de continuidad entre lo vital y lo humano, entre lo animal y lo colectivo. Dicha continuidad afectivo-emotiva, sin embargo, se redefine en cada régimen en función de las relaciones diferenciales que entabla, propicia u obtura. En este sentido, hemos visto que en la vida animal, la afectividad juega un rol regulador y coordinador entre los órganos receptores y los órganos motores, y asume una función transductiva que —en el plano del movimiento vital— posibilita un doble movimiento de integración y diferenciación. Luego, con la emergencia de la dimensión psíquica, la afectividad cambia de estatuto y expresa en el sujeto una tensión incompatible, una carga de naturaleza preindividual, que se manifiesta en él como relación intensa y problemática consigo mismo. Surge allí un nivel suplementario, ausente en la individuación vital: la emoción. Esta, como vimos, cumple un rol regulador en lo psíquico y organiza las afecciones en función de una disposición afecto-emotiva. En este punto, la afectoemotividad recupera una función transductiva en lo psíquico pero bajo una última condición: la emoción ha de realizarse y completarse con la acción. El caso de la angustia, emoción sin acción, revela el hecho de que la significación individuante de la emoción (así como su carácter resolutivo de la problemática afectiva del sujeto) se realiza en la acción y, de este modo, habita ya el dominio de lo transindividual. Este es el espacio de las significaciones, en él se elabora conjuntamente lo psíquico y lo colectivo, fundados ambos en una individuación de lo preindividual en lo grupal. En este nivel, entre los sujetos y los grupos de interioridad en donde participan
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(y no entre el individuo y la sociedad), se forja una subconsciencia afectivoemotiva de carácter transindividual. Esta última implica una teoría de la memoria que no hemos podido desarrollar en este trabajo. No obstante, es posible entender a la subconsciencia afectivo-emotiva no co mo un concepto englobante de una realidad indiferenciada y amplia, sino como el efecto constructivo de la relación entre grupos de interioridad sobre el plano transindividual. Así, se podría comprender cómo —a partir de determinadas emociones estructurantes— se individúan agrupamientos ético-políticos que, nutridos por una participación afectivo-emotiva, son portadores de valores y agentes de su propagación. Ello permite entender qué mentábamos con la expresión dinámica de los valores y, a la vez, nos permite ver la operatoria de lo preindividual y su tensión con el conjunto de normas jurídicas individuadas. En este sentido, si bien Simondon no formula una teoría política, hay elementos en su ética para pensar la metaestabilidad de lo transindividual como un proceso relacional entre sistema normativo individuado y dinámica de los valores (aún no individuados, plurales y antagónicos). Por nuestra parte, creemos que la mediación entre ambos órdenes implica una verdadera instancia transductiva que, operando en la resonancia interna de lo colectivo metaestable, aparecería como el elemento más idóneo para relacionar emoción colectiva y comunidad de acción, así como para dotar de contenidos simbólicos a esa subconsciencia que define la individualidad afectivo-emotiva de un pueblo y que individualiza su historia en memoria colectiva. Dicha instancia transductiva remitiría a la política, en tanto capacidad de mediación, amplificación y propagación de nuevos valores en el sistema normativo individuado. Bibliografía
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