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Recordatorio
Don Hernando Encinas dejó su mirada en Inés, una joven de buena familia, y de cabello rojizo. Esta última resultaba ser una característica inusual entre la población de las Provincias del Río de la Plata. Y tal vez por eso, tal vez por otras razones, don Hernando Encinas la quiso y la pidió por esposa. El consentimiento fue otorgado sin objeciones por los padres de la joven. Pero, como si lo inusual fuera parte de estos destinos, también Inés aceptó gustosa porque un amor casi impropio se había apoderado de ella no bien conoció de cerca a su pretendiente. Casados y con la mayor felicidad nació una niña a la que llamaron Clara, y esto ocurrió en el año 1769. La hija del matrimonio Encinas no heredó el cabello rojizo de su madre ni su porte exquisito. Sin embargo, no carecía de cierta elegancia y de un estilo sobrio que la hizo aparentar más edad de la que tenía.
Con el tiempo, algo más la diferenciaría de su madre: la dicha matrimonial. Un tercer hecho que en mucho se apartaba de lo común intervino en el cristiano hogar de los Encinas. Casi veinte años después del nacimiento de Clara, y cuando todos la daban como hija única, doña Inés concibió nuevamente. Fue otra niña, y la llamaron Amanda. Esta segunda hija sí heredó el cabello de su madre. Y fue tan semejante a ella como la imagen de un espejo que reflejara el pasado de quien se pusiera delante. Tanta era la diferencia de edad entre las hijas del matrimonio Encinas que, el mismo año en que nació su hermana menor, Clara tomó esponsales con un caballero de posición, don Eladio Torrealba. El amor no tuvo parte en este pacto. Y nadie lloró por eso. Pronto, Clara dio a luz un niño demasiado endeble para lo que se esperaba de una joven saludable y fuerte. En fin, ya se pondría bueno con
la teta de las esclavas y el agua de mazamorra gruesa. Por consejo sacerdotal, el niño fue bautizado como Fausto, con el propósito de que la dicha lo acompañara. Así las cosas, cualquiera hubiese dicho que Amanda y el pequeño Fausto crecerían juntos y en amistad, porque no parecían tía y sobrino sino prima y primo. Pero eso no fue posible porque, promediando el año 1790, don Hernando Encinas decidió tomar a su mujer y a su hija menor y partir a las lejanas tierras de Río de Janeiro, donde se hablaba otro idioma, se comían otros alimentos, y donde las ganancias serían ciertas como el aroma de los frutos. Doña Inés había recibido de su último tío materno una herencia demasiado vigorosa como para dejarla en manos ajenas. No fue sencillo
adquirir los permisos y las cédulas que posibilitaban el traslado a otro reino. Pero la hacienda de Río de Janeiro más una importante propiedad en la región del oro fueron estímulos suficientes para insistir en el pedido que, finalmente, fue otorgado. Don Hernando, Inés y Amanda partían a Brasil. Clara tendría que separarse de su familia puesto que, casada y con un hijo, su sitio estaba en Buenos Aires. Por entonces, dos eran las mejores esclavas domésticas del matrimonio de don Hernando Encinas y doña Inés, ambas excelentes cocineras y nanas virtuosas. Una de ellas, María. La otra, Fátima. Doña Inés eligió llevar consigo a la primera, y dejar a la segunda a su hija mayor a modo de obsequio.
La esclava Fátima tenía un carácter hosco, pero era más joven que María, lo que garantizaba mejor ayuda a la recién casada: Clara Encinas de Torrealba. La distancia deshizo el ritmo animoso de la vida familiar. Sola en la enorme casa mientras su esposo pasaba el día atendiendo los asuntos comerciales, impedida de realizar tantas visitas como hubiese deseado a causa de la precaria salud de su hijo, los años pasaron lentos para Clara. Las cartas llegaban con meses de demora de Río de Janeiro a Buenos Aires.
Mi adorada hija Clara:
Grato es decirte que estamos bien en esta
hacienda frondosa, y que tu hermanita crece como los pastos. Mucho me gustaría saber sobre Fausto, mi amado nieto, y sobre su salud…
De Buenos Aires a Río de Janeiro.
Madre:
Cuánto me alegra saber que están ustedes con bien. Por estos días, Buenos Aires es un lodazal por el que resulta imposible andar usando los zapatos costosos que mi esposo, don
Eladio, hace traer de la Metrópoli para que yo luzca en las misas y las reuniones sociales, que aquí tanto abundan. En cuanto a nuestro Fausto, él crece con cierta dificultad y, cada tanto, es menester auxiliarlo con su respiración. Pero confío en Dios…
En estas cartas, Clara se cuidaba muy bien de relatarle a su madre que una gran vergüenza había empañado su vida matrimonial. Una ofensa que ella soportaba y soportaría en silencio. Pero que la llenaba de rencor. Un día, llegó una carta diferente, desde Río de Janeiro a Buenos Aires.
Queridísima Clara:
Te sorprenderá que sea yo, tu padre, quien escribe esta vez, porque te habrás acostumbrado a recibir noticias familiares mediante tu madre. Pero ella ha enfermado, y de mala manera. Lamento decirte que tememos por su vida. Y aunque María la socorre muy bien, la pobrecita pide por ti. Desea verte y ver a su nieto. Amanda, lo sabes, tiene seis años apenas. Y casi no comprende lo que ocurre. Perdona este dolor que te ocasiono, pero es el mismo que nosotros sentimos. Tu madre es la luz de esta casa, y no sé qué ocurrirá sin ella…
La respuesta demoró más de lo previsto, de Buenos Aires a Río de Janeiro.
Padre:
No sé cómo pedirte perdón, pero luego de mucho hablar con mi señor esposo, don Eladio, creemos que es imposible que emprenda yo un viaje tan largo, y con nuestro Fausto, que, como sabes, no goza de buena salud. Para empeorar las cosas, una nueva enfermedad lo ha aquejado, que lo cubrió de ronchas y lo tuvo días y noches afiebrado. Pensarás que yo podría dejarlo al cuidado de Fátima, pero ella misma ha parido hace poco y temo que descuide a mi niño por cuidar a su negrita recién nacida.
Rezaré por mamá con fervor.
Luego de la muerte de doña Inés, las cartas se hicieron cada vez más distantes y difíciles.
Amanda creció con libertad en la hacienda de Río de Janeiro, trepando a los árboles y cabalgando.
Clara tomó forma de mujer adulta, participando en todas las tertulias honestas de Buenos Aires. Y siempre acompañada de Fausto, cuyo rostro había quedado definitivamente marcado por la enfermedad. Y cuya salud jamás
terminó de fortalecerse. Años después, cuando don Hernando Encinas sintió que también su hora había llegado y que pronto iría a encontrarse con su amada Inés, volvió a requerir ayuda de su hija mayor. Esta vez, para que se hiciera cargo de Amanda. Mi hija Clara:
… esta hacienda, y todo lo que en estos años he conseguido, debe ser repartido entre Amanda y tú, equitativamente. No debo ni decir que, en tanto ella no se despose, serán ustedes quienes manejen su herencia. Pero dejo en tus manos el cuidado espiritual de tu hermana. Tiene 19 años de niña contra tus 39 años de mujer y dama. Creo que será prudente que la lleves contigo a Buenos Aires. Sin mi cuidado, se transformará en un animalito salvaje, ¡ya verás que algo de eso tiene! Sin embargo, es una
hermosa muchacha, dulce costará casar. Solo me permitas llevar consigo a dos se apegaron desde la inseparables.
y sana, a la que no te resta pedirte que le la esclava María. Las muerte de Inés, y son
Salúdame a tu esposo y a mi nieto.
Voy con tu madre.
Setenta y tres hachas de cera
Buenos Aires, año de 1808
Cáscaras de limas caen sobre cáscaras de naranjas; espirales lustrosos que luego hervirán hasta hacerse jarabe se enciman en el fondo de un fuentón de estaño. Los gajos se apartan para preparar con ellos una ensalada. María, la negra recién llegá, pela las últimas frutas que quedan en el canasto. No le gusta lo que ve ni lo que huele. Poco color, poco azúcar, poco de todo lo que conoció en su otra tierra. Porque allá, en San Sebastián de Río de Janeiro, las naranjas no caben en una mano, por no hablar del aroma del ananá, que llega a despertar al que duerme, o del amarillo de los plátanos, que hasta puede iluminar una sala en día de fiesta. Sin advertirlo, ¡tanto es su fastidio!, María está murmurando. Y aunque lo hace en otra lengua, se entiende con claridad que es un rezongo. Desde el extremo de una larga mesa de ladrillos, la esclava Fátima interrumpe la tarea de desplumar gallinas:
—¡Negra!, haga callá esa lengua que se va a agriá la fruta del señorito Fausto. Vea que si él se enoja, usté lo va a lamentá. Al oír aquella imprecación, María se esconde detrás de sus ojos. No porque se haya asustado, sino porque sabe que responder no vale la pena. Prefiere levantarse a buscar las granadas dulces que aún faltan agregar a su ensalada. Se seca las manos en la pollera y cruza la cocina hasta el sitio donde se almacenan las frutas frescas. Su regreso calla el cuchicheo de las otras esclavas que trajinan en la cocina. ¿Se burlarían de ella? ¿Estarían ocupadas en sus propias habladurías? Qué más da… Vuelve a sentarse en su sitio, frente al fuentón. Parte por el medio las granadas y, mientras las ahueca con una espátula de madera,
busca el tono adecuado de una vieja canción de cuna. Comienza a cantarla y el recuerdo le entrecierra los ojos. ¡Ay!, si supieras negra María… ¡Si supieras lo que vas a ver cuando los abras! —Sai o sol
quema canela
me pele de cor
Sai a lua
mi menina branca
se molha de lluva.
“Se moja de lluvia”, canta María. “Se moja de lluvia”, y abre los ojos.
Entonces ve sangre sobre la fruta, tiñendo las pulpas. Sangre en sus manos. Y llena de sangre la espátula de madera. La esclava siente que pierde el alma y grita hacia adentro. Toma valor y vuelve a mirar lo visto. Ahora la sangre se está aclarando, pierde grosor. Se diluye y se apacigua. María tarda algunos instantes en comprender que solo se trata del jugo de la granada, derramándose sobre la fruta recién cortada. Y sin embargo, eso no le trae tranquilidad. Ella conoce
bien el modo en que sus dioses disfrazan los designios. Por eso sabe que el jugo frutal de ese día será sangre en los tiempos venideros. María habla entre dientes con los dioses que conoció en Río de Janeiro y que hizo suyos. —¡Meu Oxalá nos salve! ¡Meu Xangó nos proteja! La esclava Fátima reconoce el sentido de sus palabras, y se aferra al crucifijo que lleva colgado del cuello: —Oiga, negra, aquí no é bien visto nombrar lo que usté a nombrao. ¡Que en eta casa se reza en cristiano…! Cansada de las constantes altanerías de Fátima, María está a punto de soltar su rabia y cerrarle la boca indecente contándole que acaba de ver mucha sangre, y que tiene por seguro que es sangre de esclavos. Mucha muerte entre los suyos, ¡como si dolor les faltara!
La voz de su señorita Amanda la despeja. —¡Nana María! —la joven entra con el chal caído a las espaldas y con el cabello demasiado revuelto para el refinado gusto de la familia Torrealba. —¿Qué é o que tem pra me dizer? — pregunta María, que, con el único objeto de molestar a Fátima, habla en portugués. —Vamos, nana —Amanda sonríe—. Hable para que todos la entiendan. María suele usar el portugués en situaciones extremas: cuando es mucha la alegría, cuando es fuerte el miedo… Lo usa también para ciertos juegos y, sobre todo, para invocar a sus dioses africanos. Durante el viaje, la señorita Amanda le había explicado que sería mal visto por su hermana y su cuñado que ella hablara en un idioma extraño. Y
ahora reclama de María mejores modales. —Muy bien, nana. Estoy esperando… —¿Qué tienes para decirme? —¡Ahora sí que la entendimos! Venga, vamos a caminar por el jardín y le cuento. Las dos mujeres abandonan la enorme cocina tomadas del brazo. Una cabeza apoyada contra la otra, con rulos las dos: unos negros, otros rojizos.
—Diga pronto, que me ha sacado de mi trabajo —pide María. —Nada importante, nana. Solo quiero mostrarle una nube que nunca vimos en casa.
¡Mire! Allá… —Amanda alza los ojos grises que se continúan en el cielo nublado de Buenos Aires —. Esa nube tiene forma de barco. ¿La ve? En la hacienda donde Amanda había crecido, la gente solía jugar con lo que Dios les daba: nubes, caracoles, raíces gigantescas, hormigueros como montañas, troncos huecos. El juego de encontrar formas en las nubes le sirvió a Amanda para hallar respuestas a las cosas difíciles, absurdas o dolorosas. La primera vez que eso ocurrió fue cuando la niña tenía apenas seis años, al día siguiente de la muerte de su madre. La nana María y su papá usaban palabras tontas, que no alcanzaban para explicarle esa enorme ausencia. Nada le servía a la pequeña Amanda, ni palabras, ni rezos, ni la promesa repetida: “Un día, volveremos a verla”. Tuvo que salir al balcón y alzar la cabeza.
Entonces reconoció una nube alargada y angosta como un camino que, de algún modo, le explicó el misterio de la muerte. La niña entró en la sala, subió a las rodillas de su padre y se agarró de su barba: “No estés triste. Ya conozco la calle por la que mamá se fue”, le dijo. Veinte años después, Amanda y María continúan buscando respuestas en las nubes. —Mi menina… —María enseguida—. Mi niña está apenada.
se
corrige
La nana sabe que Amanda está recordando el barco que, casi dos semanas atrás, las trajo desde San Sebastián de Río de Janeiro hasta el puerto de Buenos Aires. Y se propone distraerla de su melancolía. Para eso, nada mejor que algunos suculentos chismes, de esos que se escuchan en las cocinas.
La nana mira hacia los costados por si algunos ojos buscones las estuvieran mirando. Acomoda sus enaguas para sentarse en el brocal de una fuente rodeada de sauces. Y golpea a su lado el mármol veteado: —¡Venga, niña, siéntese aquí! Tengo mucho para contarle —dice. Las dos mujeres se acomodan. Una para contar y otra para saber. —Vea que ayer mismo, mientras trajinábamos para la cena, entró a la cocina un criado de su cuñado. Yo no lo había visto nunca en estas semanas que llevamos aquí. Y créame que antes me olvidaría de mi nombre que de un moreno con semejante porte. Traía mucha sed porque había cabalgado desde la estancia del amo, eso dijo. Pero antes de beber me dirigió una sonrisa tan ancha y despejada como no había visto yo por estos lados. Pero lo que se me quedó clavado en la frente fueron esos ojazos de fuego, tan vivos como
la llama, que me avisaron que el joven nació del rayo y del trueno. Y gracias a la lengua de las esclavas supe que mi presentimiento no estaba errado. —Espere, nana, espere… Cuénteme despacio y con todos los detalles. Ese joven llegó, pidió agua, ¿y después? —Después se fue. —¿Y dónde está el cuento? —El cuento me lo contaron las esclavas de la cocina. —Entonces cuéntemelo. —Se lo iba a contar y usted me interrumpió. —Bueno, nana, empiece de una vez. —Está bien… Le decía que el joven llegó cabalgando desde la hacienda del señor don
Eladio. Saludó a cada una de nosotras, pidió agua y se fue. Detrás de él, salió Fátima, ¡esa negra artera! Entonces, las otras esclavas se animaron a soltar la lengua.
—¡Qué buen mozo é! —¡Y qué buenas maneras! María aprovechó el entusiasmo para averiguar sobre el criado que acababa de conocer. —Pero no será esclavo de la casa, porque no lo he visto nunca. —Es que Tobía no es esclavo como usté y nosotra. Las dos esclavas se rieron con complicidad. Contar sobre la vida de los amos era como bailar
con los tambores. Ágiles, se acercaron a María y se arrodillaron a su lado. A punto de develar la gran vergüenza de la familia Torrealba, comenzaron a hablar al mismo tiempo. Y al mismo tiempo callaron. Y al mismo tiempo retomaron, para luego volver a callar. Una de ellas, muy alta y huesuda, reclamó la palabra: —Usté no diga ná, atrevida, que soy la de más antigüedá. Y desovilló el chisme. —El mulato se llama Tobía, y tiene su historia. Me acuerdo como si fuera hoy… Llegó el amo Eladio con una esclava que había comprao. Y el ama Clara diciendo que para qué la traía si no sabía la lengua, ni cociná. Y el amo que sí, que hacía falta para ayudar, y que por poca diferencia había comprado a la negra y al niño que ella tenía. Y el ama que no, que era una negra fea. Y el amo que sí. Y el ama que no. Pero don Eladio puso su voluntá por delante. La negra y su hijo se quedaron
aquí. Ella se llamaba Veridiana Tatamuez y de fea no tenía ni esto. Y si no, pregúntele al amo. Que al poco tiempo supimos que el mulatito era suyo. Y aquí mismo, en esta casa, los amoríos entre don Eladio y Veridana continuaron hasta que la negra murió de enfermedá y abandonada a sus dolores. Tobía se quedó aquí con el apellido de su madre: Tatamué. El amo siempre ha tenido miramientos con él. A veces, parece quererlo más que a su hijo legítimo, el señorito Fausto.
Sentada en el parque, junto a María, Amanda demora en aceptar lo que ha escuchado. —No es cierto, nana. No puedo creerlo. —Créalo, porque es bien cierto. —¿Y mi hermana sabe eso?
—Todos lo saben pero, ¡shhh!, callan. Amanda deja la mirada fija en un punto. No sabe ni qué pensar, ni qué sentir. La nana María no había imaginado que un chisme tan viejo apenara así a su niña. —¡No me diga que se va a quedar pensando! Ya pasó lo pasado, y ahora todo está en su sitio — la nana María se golpea la frente—: Y hablando de sitio, el mío está en la cocina, y allí me vuelvo. Amanda la mira alejarse. Lo que su nana acaba de contarle, la hace pensar en los muchos años de dolor que su hermana había pasado. Y ellos sin saberlo.
II
—Dicen que han de iluminar el cabildo con setenta y tres hachas de cera, que tocarán música en las calles y que saldrán infantería y caballería con todos sus estandartes —doña Clara Encinas de Torrealba habla, igual que casi toda la ciudad, de los festejos que se llevarían a cabo por la juramentación de Fernando VII como nuevo rey de España y sus colonias. Su esposo, don Eladio Torrealba, no puede menos que añorar lo que no ha visto. —¡En la Península…! Allí sí debió ser formidable el festejo —dice el hombre que, aunque hace ya muchos años que cruzó el océano y amasó su fortuna en el nuevo continente, sigue siendo español—. Todo en cantidad…, todo esplendoroso. ¡Es como si lo estuviese viendo! Pero Fausto, el hijo de ambos, parece tener otra preocupación. No participa de la charla, y mira el reloj de la sala con una expresión incierta. Como siempre sucede con él, es difícil saber si
está molesto o afligido. —Amanda ya debería estar aquí, ¿no es verdad, madre? Ciertamente así era. Ya habían pasado diez minutos de las seis, y la cena estaba citada para las seis en punto. Una vez más, Amanda incumplía las normas familiares. La cena temprana era una antigua costumbre de la casa. El momento en que la familia se reunía a saborear buenos alimentos y a comentar sobre asuntos privados y públicos. La cena, en la casona de la familia Torrealba, es una antigua y dulce costumbre que los tiempos están a punto de deshacer. Doña Clara disculpa a su hermana argumentando que es necesario darle tiempo para que adquiera modales oportunos. Es que en aquella hacienda y al cuidado de las esclavas, Amanda había perdido cortesía y buen gusto. Pero
con paciencia, doña Clara lograría transformarla en una joven prudente y, ¡Dios mediante!, casarla bien. Belleza no le faltaba a la joven, a pesar de que era demasiado delgada. Aunque doña Clara es la hermana mayor de Amanda, piensa en ella casi como en una hija, puesto que le lleva casi veinte años de diferencia. —¡Si, al fin, tiene apenas un año más que nuestro Fausto! —dice con frecuencia. Son las seis y veinte minutos cuando Amanda llega a la sala. Lejos de disculparse por la demora, llega saboreando el aroma de los buñuelos que una esclava acaba de poner en la mesa, junto con el té. Aún peor, porque sin esperar bendición ni permiso toma un buñuelo de la bandeja y se apura a morderlo para salvar el almíbar que chorrea. La familia Torrealba contiene el sobresalto. Enseguida, doña Clara intenta aliviar la tensión
con un comentario acerca de la contextura de su hermana. —¿Cómo es posible que el buen apetito no te luzca lo suficiente? Me alegra ver que aprecias nuestros dulces, Amanda. Espero que, comiéndolos, tomes un poco de cuerpo. —¡Que el Señor te oiga, hermana! — Amanda siempre ha deseado algo más de cadera y de escote. Ya que la simplona educación de la joven ha dado la cena por empezada, la familia no tiene más remedio que sumarse. De inmediato, la charla retorna a Fernando VII y a los festejos que se anuncian. —¿Cuándo van a comenzar? —pregunta Amanda. —El 21 de este mes de agosto —responde don Eladio.
Desde su infancia, Amanda disfruta de la música y del baile. Otra música, otros bailes, muy distintos a los que se escuchan en aquella ciudad. O al menos, en sus salones. —Ese día saldremos a pasear tú y yo, ¿quieres, Fausto? —propone la joven. Nadie, excepto doña Clara, nota la intensa emoción de su hijo. Amanda acaba de hacer un comentario ligero, sin imaginar que Fausto lo escribe en su memoria con la tinta más fuerte. A partir de ese momento, Fausto cambia visiblemente. Se muestra alegre, casi parece tener la edad que tiene. Doña Clara bendice, para sus adentros, la llegada de Amanda. ¿Quién sabe…? Quizá la compañía de alguien de su edad es lo que su Fausto necesita para ablandar el carácter. Y recobrar su debilitada salud. Un rato después, los Torrealba y Amanda conversan con verdadera alegría. Hasta el señor
Eladio sonríe, olvidado del comportamiento de su joven cuñada.
reciente
Pero el bienestar construido sobre un espejismo no es duradero. Y Fausto lleva una tormenta consigo. —Amanda, ¿te gustaría conocer la corte española? —pregunta, con una sonrisa inusual en su rostro. —En verdad, Fausto —responde la joven—, hay otras cosas que apetezco mucho más que la vida cortesana. No tengo interés ninguno en esos asuntos. Así de fácil se derrumba el alma de un hombre atormentado. A causa de unas pocas palabras, dichas sin malicia, Fausto pierde su ánimo. Ahora vuelve a transpirar más de lo razonable, se siente rechazado. Amanda lo contradijo, lo dejó en ridículo. Hizo que su pregunta sonara estúpida.
Fausto aprieta los labios, y las cicatrices de su rostro, ocasionadas por una enfermedad de la infancia, enrojecen. La misma esclava que antes trajo los buñuelos, entra con un recipiente lleno de ricota y tocino. —Negra, ¿no puedes ver que falta pan? —la altanería de Fausto suena exagerada para la situación. Porque eso le sucede siempre al joven hijo del matrimonio Torrealba. Después de la humillación, viene la furia. En esas ocasiones, los esclavos y los pájaros son sus víctimas predilectas. ¡Pájaros apestosos que estropean los higos maduros! ¡Negros desgraciados que roban tabaco!
El reloj da la hora. Ese frío atardecer, en Buenos Aires, se llama 14 de agosto de 1808. Don Eladio pide permiso para retirarse. El hombre se levanta al alba, y ya su cuerpo le pide descanso. Las mujeres en cambio deciden quedarse a conversar. Fausto, por su parte, se acerca al fuego y se aboca a la lectura de un libro español cuyo título, Aviso a los literatos y poderosos acerca de su salud o tratados de las enfermedades más comunes a esta clase de personas, da cuenta de su interés por los asuntos relacionados con la salud del cuerpo. Desde que Amanda llegó a la casa, las hermanas no tuvieron demasiadas ocasiones para conversar, y, en cambio, llevan muchos años sin verse. —Once años que no nos veíamos —dice Amanda.
Y el secreto familiar que ahora conoce profundiza la ternura de sus palabras. —Es así —el suspiro de Clara se acomoda bien al atardecer de invierno—. Tú tenías catorce cuando nuestro padre te trajo de visita. Las dos mujeres apenas si vivieron juntas, y eso fue durante los tres primeros años de Amanda. —Recuerdo muy poco de aquella visita — dice Amanda—. Tú tenías el cabello más largo. Y estaban construyendo la fuente. Con Fausto tuve poco trato, porque él pasó en cama casi todo el mes. En su sitio, Fausto aparenta no escuchar el comentario. Clara hace un gesto nervioso, indicándole a su hermana que no hable del asunto. La cuenta del tiempo las lleva a repasar grandes episodios familiares. Y Amanda, que está acostumbrada a pensar en términos conveniencia social, dice lo que pasa por
los no de su
cabeza. —Tú conociste una mitad de nuestra madre y yo otra. ¿Por qué no me cuentas cómo era ella de joven? Y yo te contaré cómo pasó sus últimos años. Doña Clara cree que hablar de ese modo, tratándose de una difunta, no es agradable. Además, ella compartió dieciocho años con su madre, y Amanda apenas cinco. ¿Cómo podía hablarse de mitades? Pero Clara Encinas de Torrealba, que sí piensa en términos de conveniencia social, no dice nada de eso. —Era una maravillosa mujer —comenta a cambio. —Papá me hablaba siempre de ella — responde Amanda—. Me decía que yo heredé su cabello rojizo. Y tú, sus ojos celestes. Que yo heredé su voz para el canto. Y tú, su mano para el bordado.
Clara mira a su hermana y reconoce que es así, como ella lo dice. —Eras tan pequeña cuando ella se marchó. El modo en que su hermana se refiere a la muerte logra que Amanda recuerde la calle de nubes que vio desde el balcón. —Hubiese sido bueno que tú estuvieras allí —dice. En ese momento, alguien tamborilea en la ventana. Fausto y doña Clara se alarman porque no logran reconocer el rostro que, iluminado con una lámpara de aceite, mira desde afuera. —¡Es María! —Amanda camina hacia la ventana donde su nana espera. —¡Por favor! —Fausto se ha puesto de pie y le corta el camino—: Dile a la negra que entre
enseguida. —Es María —repite Amanda, suponiendo que no la comprendieron. —Dile lo que te pido —insiste Fausto. Amanda hace lo que le indican. —¿Sucede esperan.
algo?
—pregunta,
mientras
Pero Fausto mira la noche por la ventana, en completo silencio. Y Clara tampoco responde. La esclava María entra enseguida. Es evidente que ha caminado muy rápido, a pesar de su cuerpo grueso. Recién entonces, Fausto se vuelve. Algo en su expresión asusta. —Escúchame bien, negra. No sé cómo fuiste enseñada, pero aquí no interrumpes una conversación de tus amas y, mucho menos, haciendo monerías por la ventana. ¡Aquí no!, ¿lo
entiendes? Amanda va a intervenir, pero su hermana mayor la sostiene por el brazo. —¿Me parece o estás sonriendo? —Fausto tiembla más que la esclava. —No sonrío, señorito. Así es la forma de mi boca. La respuesta solo consigue enfurecer más al joven amo. —Y algo más… Cuando recibes un reto, debes bajar los ojos. ¡Hazlo ahora! Pero los ojos de María siguen en su alto sitio. —Bájalos, negra. La negra María sostiene su mirada. —Baja los ojos, te digo.
Pero María continúa mirando como sabe mirar y, ¿quién sabe?, quizás llame a sus dioses. —Es la última vez que te lo digo —el señorito Fausto no está acostumbrado a la desobediencia de los esclavos. Por eso, es incapaz de medir su reacción. Impotente y rabioso, alza el brazo. Amanda se deshace de su hermana. Doña Clara sofoca un grito. Sin embargo, el golpe de Fausto no alcanza a descargarse sobre el rostro de María porque un calambre le atenaza el brazo, como mil escorpiones mordiendo juntos. El joven se dobla, pálido de dolor. Aprieta los labios para no quejarse. Clara y Amanda se acercan para ayudarlo a sentarse. De a poco, el dolor cede. De todos modos, ya no será posible, al menos por esa noche, recuperar el espíritu familiar.
Tan pronto como puede, Amanda pide permiso para retirarse junto a su nana. De camino a sus habitaciones la joven hace una pregunta indispensable. —Nana, ¿tú le provocaste ese dolor? —¿Eu…? —la esclava abre los ojos igual que lo haría un inocente—. ¿Como pode pensar assim? Por un rato, María tiene permitido hablar en lengua portuguesa.
III
Amanda y sus recuerdos despertaron al mismo tiempo. O quizás, sus recuerdos lo hicieron un poco antes, porque la joven abrió los ojos escuchando los cantos matinales de la hacienda donde había vivido: aves de voces chillonas, peleas de lavanderas, carretas que partían.
En un rincón de la vasta habitación, la nana María está doblando enaguas. Da la impresión de que no hubiese dormido en toda la noche. —Buenos días —saluda Amanda. —Buenos y con sol —anuncia la negra, segura de que esa noticia mejoraría el ánimo de su señorita. Amanda sale de la cama y va hasta la ventana para confirmar la buena nueva.
—¿Querrá que le ordene ese cabello? — pregunta María. Como respuesta, Amanda regresa y se sienta en el borde de la cama. La conversación que ambas mujeres sostienen mientras dura el peinado está cortada por largas pausas. —Ayer por la noche, antes de que tú llegaras a buscarme, Clara y yo hablábamos de nuestra madre. —¡Bendita sea y descanse en un lecho florido! En cada silencio, las dos mujeres se van lejos. —Nana, ¿mi madre hablaba de Clara a menudo? ¿La nombraba? ¿Pensaba en ella? —¿Y cómo no? Su señora madre extrañaba a Clara y sufrió por el nieto que no pudo ver crecer
—dice María, y detrás se le va la lengua—: ¡Por fortuna! —¿Qué significa eso? —Significa que su madre, tan santa, no se merecía un nieto así de descomedido y cruel. —Fausto no es tanto como cruel, nana. El pobre tiene mala salud, y eso lo hace irritable. —A mí me duelen los huesos, niña, y no por eso le alzo la mano a las personas.
Amanda está a punto de hablar de sus temores; decirle a María que hay algo en aquella casa que la entristece, que extraña demasiado y no puede llorar porque su hermana no aceptaría lágrimas. Pero sabe que María se enoja exageradamente con cualquiera que, a su parecer,
le haga daño. Y que nunca regresa de su enojo. —Me pregunto, nana, si alguna vez le tomaré cariño a esta ciudad. —Usted lo hará, tal vez. Yo, en cambio, no lo creo —responde María. El peinado de trenzas recogidas ya está casi listo. —Sostenga estos mechones, que no puedo terminar de sujetarlos… ¡Ay, si tuviese yo un centavo por cada cabello de su cabeza! —protesta la negra—. Tendría más oro que la corona portuguesa. También María querría decirle a su niña que está sintiendo mucha pena, que el viaje no le ha sentado bien, que teme morir y dejarla sola con aquella familia. Pero sabe que Amanda ya carga con sus propias melancolías, y no será ella quien se las haga más pesadas.
—¡Trenzado el fuego! —anuncia, y abraza a Amanda por la espalda—. Ahora vamos, que te serviré un buen desayuno.
En casa de los Encinas Torrealba la mañana transcurre con lentitud. Clara se entretiene en el bordado de un mantel de hilo, y casi no habla con su hermana. Don Eladio y Fausto han salido a resolver asuntos comerciales. Amanda deambula por la casa sin nada que hacer. Le hace falta el aire libre, las flores que recogía en enormes ramos para adornar los muebles oscuros y pesados de la hacienda. Añora el espacio sin límites por el que cabalgaba a su antojo.
Pero Amanda no debe llorar porque no puede volver. No hay adónde hacerlo. De común acuerdo con su hermana y su cuñado la hacienda fue vendida a unos navegantes portugueses. Y la parte que le corresponde, puesta a resguardo hasta el día de su boda. Una boda, dijo su hermana, más fácil de concretar en una sociedad como la de Buenos Aires que en una hacienda perdida, donde viven más negros que personas.
A veces, la tristeza se alivia con trivialidades. Por eso, y a pesar de no ser día de obligación, Amanda piensa en asistir a la misa de la tarde. Y así se lo dice a su hermana. —No creo que sea muy oportuno —responde doña Clara—. La ciudad es nueva para ti, y puedes perderte. —¿Cómo podría perderme desde aquí a la
iglesia? Además, le diré a María que me acompañe. Amanda tiene que insistir para lograr que doña Clara le permita salir esa tarde. Aún así, cuando llega el momento, debe atender con paciencia mil y una recomendaciones: que no se acerque demasiado a la plaza, que vaya sin rodeos a la iglesia, que regrese apenas acabada la misa, que salga abrigada porque agosto es traicionero. Y sobre todo, que no camine del brazo de la esclava, como solía hacerlo por los jardines. En Buenos Aires aquello estaba muy mal visto. La idea de abandonar, por un rato, aquella casa silenciosa alegra el corazón de la joven. Y también alegra a María, que celebra el color subido de sus mejillas. —Así me gusta ver a mi niña… Toda iluminada. Ya casi salen, cuando, desde la casa, Clara
repite la advertencia más seria. —¡Recuerda, Amanda! ¡Que la negra camine unos pasos detrás de ti! Amanda lleva puesto un vestido azul oscuro con faldón gris. Y cubre su cabeza con un rebozo blanco bajo el cual asoman unos rulos ya desprendidos de las horquillas que, por la mañana, los habían domesticado. La casa de la familia Torrealba queda en la calle Pirán, cerca de la Plaza de Monserrat. Es una de las más amplias y suntuosas de la ciudad. Los límites de su terreno, igual que ocurre con las viviendas vecinas, no están demarcados. Por eso el centro de la manzana es un vasto espacio abierto, sin tapias ni cercos de ningún tipo, donde crecen árboles y maleza, donde pastan caballos y hasta transitan personas para acortar camino. “Por Pirán hasta Varela”, le había repetido
Clara. Y allí verían la iglesia. Amanda mira a su alrededor y sonríe, respira y sonríe, camina y sonríe. Unos pasos detrás de ella, María se detiene, obligada por una desazón en su cuerpo. Pero Amanda, que le ha obedecido a su hermana mayor, no puede verla. Cuando la nana María vuelve a andar, su niña ya le saca una buena ventaja. El sol todavía se encuentra alto. La iglesia de Nuestra Señora de Monserrat proyecta una sombra breve sobre la plaza. También el giro de las ruedas de las carretas, que llegan cargadas del puerto, se repite a contraluz sobre las calles de tierra. —¡Nana…! —Amanda gira para hablar con María y recién entonces ve que se ha quedado atrás—. ¿Qué ocurre? —pregunta con la expresión del rostro. La negra María ruega para no echar a perder
el paseo de su niña. Pide que le regresen las fuerzas en las piernas y se le vaya ese cosquilleo frío en las manos. Después podrá morirse, un poco más tarde, pero no ahora cuando las mejillas de Amanda recuperaron el color. —Me detuve a preguntar adónde queda el río —miente. —¿Y qué te han dicho? —Que está de aquí a nueve manzanas. Los datos que recoge en la cocina son tesoros que María sabe administrar. —Nueve manzanas no es mucho, y es un buen día para pasear —responde Amanda pensando, ahora sí, en desatender las recomendaciones de doña Clara. —Ni lo sueñes. Quién sabe qué clase de malvados haya por esos lados. Y ya que tan poco obedeces a tu hermana, bien podrías tomarme del
brazo. Que parezco perro detrás de ti. El sostén que le procura el brazo de Amanda no alcanza contra la debilidad que se apodera de María. Le tiemblan las piernas, y siente nauseas agudas. La boca se le llena de saliva, tanta que apenas alcanza a tragarla. La negra María no quiere perder el sentido, no entonces, cuando Amanda disfruta de su primer paseo. Sus dioses deben ayudarla, les pide en silencio, les recuerda que ha cumplido con cada ofrenda. —¿Te ocurre algo, nana? María ni siquiera nota que se ha detenido. —Tienes el rostro transpirado —Amanda saca su pañuelo para secar el sudor que moja la frente de la negra. Por mucho que lo desee, María no puede ocultar su creciente malestar. Si continúa de pie,
va a caerse. Y si eso sucede, ¿qué hará su pobre niña? No conoce a nadie en aquella ciudad ni está acostumbrada a tratar con muertos. Pero Amanda puede más de lo que María supone. La sostiene y pide ayuda a un hombre que mira desde el umbral de una venta. Enseguida acercan una silla. —Siéntate aquí, nana. Llega un jarro con agua. —Bebe despacio. Te hará bien. Y en efecto, es así. El descanso y el agua acompasan los latidos, abren los caminos del aire y asientan el ánimo de María, que, casi enseguida, ofrece continuar hacia la iglesia que está muy cerca. —Te quedas quieta —le responde Amanda —, y en cuanto te sientas un poco mejor volvemos a casa.
Alguien que acaba de cruzar la calle Varela se acerca a ellas: —¿Puedo ayudar, señorita? Es Tobías Tatamuez, que reconoció a María, y supuso que la joven, a su lado, sería la hermana de doña Clara. María también lo reconoce y le agradece con la mejor sonrisa de su debilidad. Es bueno ver allí al mozo que conoció en la cocina. Confía en él, lo distingue entre todas las personas que viven en aquella casa. —¿Recuerdas, Amanda? Es Tobías —dice María, descubriendo que lo habían mencionado en sus conversaciones. —Me alegra encontrarlo —Amanda inclina la cabeza como saludo—. Y le agradeceré que me ayude con María.
Uno a cada lado de la nana, sosteniéndola por los brazos, comienzan una lenta caminata de regreso. María suspira con pesadez. —¿Qué habrá dejado usted en aquella hacienda para soplar tanto el alma? —dice Tobías. Amanda sigue el juego. Los dos quieren aliviar la preocupación de la enferma. —Yo creo que dejó varios enamorados — dice la joven, y enumera recordando a los esclavos de la hacienda—: Nicanor, Joao… y un tal Baldomero. —¿Y cómo no trajo a alguno de ellos en los baúles? —continúa Tobías. A pesar del frío de agosto, el mulato lleva ropa ligera y calza unas ojotas de cuero.
—¿Para qué cargarlo desde tan lejos, si pronto encontraré algún otro en Buenos Aires? — dice María, que finge mayor bienestar del que siente. Después, los tres continúan andando en silencio. Ya cerca de llegar, Amanda decide mirar a Tobías, y lo hace. El mulato, que siente la mirada de la joven, sonríe sin volver la cabeza. Avergonzada, Amanda lleva los ojos hacia delante. Entonces es Tobías el que gira para mirarla. Y es Amanda la que sonríe. A pesar de su dolencia, la negra María puede percibir lo que ocurre entre su izquierda y su derecha.
Tobías Tatamuez y Amanda acuerdan en
llevar a la negra María al parque de la casa, para que acabe de reponerse al aire libre, junto a la fuente. Don Eladio está allí, conversando con su hijo Fausto. El amo de la casa se asombra de la escena que tiene frente a sí, y quiere saber lo ocurrido. Amanda se lo explica con detalles, aunque con cierta prisa. Ya no desea permanecer allí, y el comentario de su cuñado la ayuda a deshacerse de la situación. —Entonces lleva a tu negra a la cocina a que le den algún brebaje —dice don Eladio. Fausto lamenta que su padre se entrometa en asuntos de esclavos, pero se cuida muy bien de decirlo. Amanda y María agradecen, saludan, y se dirigen a la casa por la entrada trasera. Tobías va a seguirlas cuando don Eladio lo detiene: —¡Aguarda! Ha llegado un caballo tan bello
como arisco, de esos que solamente tú puedes domar. Vamos, Tobías, quiero que lo conozcas. Don Eladio Torrealba recuerda a Fausto, con el que venía tratando sobre cuestiones comerciales. —¿Vienes con nosotros? —pregunta. —No, gracias. La negativa de Fausto tiene una razón especial. Lo mortifica andar junto a su padre y su hermano ilegítimo porque ambos lo sobrepasan mucho en altura. Ambos, además, caminan con pasos largos, y eso lo obliga a doblar su marcha para no quedar rezagado. Como un pato junto a una garza, así se siente Fausto por culpa de Tobías Tatamuez, mulato que nació para vergüenza de su familia, en mala hora, y de mala madre.
IV
Fausto Torrealba y la esclava Fátima tienen un pacto que lleva varios años cumpliéndose. Fátima escucha y cuenta. A cambio, Fausto le da monedas que ella guarda celosamente para, algún día, comprar dos libertades: la de su hijo varón y la suya propia. La negra tuvo además dos hijas mujeres que hace tiempo fueron vendidas, y de las que poco sabe. Fátima espía, sonsaca; Fátima repite lo que se dice, y relata lo que ve a través de los visillos. Y como segunda recompensa, Fausto le otorga cierta jerarquía sobre los demás negros domésticos. Fátima no está sola en estas faenas. La ayuda su hijo, un varón de trece años al que todos llaman Tisiquito porque su extrema delgadez lo hace parecer enfermo de tisis. Fátima y su hijo forman una alianza que desparrama ojos y oídos por toda la casa, los
jardines, los establos… Aunque es Fátima la encargada de llevar las novedades al amo Fausto, que siempre algo deja en la mano negra y extendida.
Esa mañana, el hijo de Fátima entra a la cocina. Su madre está sola, de modo que no hacen falta muchos rodeos para decirle y mostrarle: —Un hombre lo trajo pa el señó Tobía. Es un sobre sin lacrar. Adentro hay un papel escrito. Fátima lo mira inútilmente porque no sabe leer. Igual lo desdobla, lo mira y ladea la cabeza. Las letras trazadas a pluma le provocan una mezcla de miedo y de rabia. Vuelve a doblar el papel y lo regresa al sobre. Le sonríe a su hijo mientras guarda el recado en el bolsillo grande de su delantal. Al fin, no son ellos quienes deben comprenderlo, sino el amito Fausto.
En la sala, sentados en un triángulo de sol, doña Clara conversa con su hijo. La primavera de 1808 ya puede verse desde el ventanal. Fausto está hablando sobre Tobías Tatamuez. —Mi padre lo llevó a ver el caballo nuevo —dice. —Ya sabes… —doña Clara procura quitarle importancia al asunto—: Tobías es bueno para esas cosas. Pero el infeliz no es capaz de aparear dos números en una suma. Esas palabras no alivian a Fausto, que percibe piedad en el comentario de su madre. Ella no debería decir eso… Debería decir otra cosa. Decir, por ejemplo, que si él no sabe domar caballos es porque su padre nunca lo llevó a
galopar; debería decir que si no sabe montar a pelo es porque pasó enfermo gran parte de su infancia, sin que don Eladio Torrealba mandara traer un médico de España. Ellos, con seguridad, lo hubiesen curado y no tendría manchas en el rostro. ¡Eso debería decir su madre!, y no aquellas estupideces como “ya sabes, él es bueno para los caballos y tú para las sumas”. Fausto Torrealba no sabe amar y, en cambio, se resiente con extrema facilidad. Ahora mismo está irritado con su madre y busca la venganza que mejor conoce: la que se forja con palabras. —Madre, el otro día… —finge una duda que no tiene. —Sí —doña Clara lo invita a continuar. —La noche en que tú, Amanda y yo nos quedamos aquí después de la cena, cuando ustedes hablaron de cosas pasadas, ¿recuerdas? —Claro que recuerdo. ¿Qué sucede con eso?
—Creo que Amanda fue injusta contigo. —¿Injusta? —doña Clara no entiende lo que su hijo intenta decirle. —Si no lo notaste, entonces déjalo —Fausto parece molesto consigo mismo—. Tal vez fueron imaginaciones mías. —¡Ahora me lo dices! —pidió su madre. —Prefiero no hacerlo. —¡Me lo dices, Fausto! El joven demora en responder, y cuando lo hace muestra dificultad y arrepentimiento. —Lo dije porque… Bueno, en realidad creí que estaba reprochándote que tú no hubieses estado durante la enfermedad de vuestra madre y, luego, en su muerte.
—No creo que haya sido reproche —pero el corazón de doña Clara ya está empañado. —No debió serlo, no. Solo dijo que hubiera sido bueno que estuvieras allí. Y yo le añadí el reclamo. —Es cierto que yo no estuve —doña Clara ya no habla para su hijo, sino para su remordimiento—: Aquella estancia estaba tan lejos de aquí y tú eras tan pequeño. —No tienes nada que explicar, madre. Doña Clara queda sumida en un silencio oscuro. Durante años, se culpó por aquella ausencia. Aunque motivos había tenido, y muy fuertes. Su Fausto era un niño enfermizo, al que no podía dejar al cuidado de las esclavas ni tampoco llevar consigo en un viaje largo y difícil. Era fácil para Amanda juzgarla… Para esa joven malcriada todo debía ocurrir según su capricho. Y eso porque había sido educada sin rigor ni lazo.
Tan ensimismada está en sus pensamientos que ni siquiera nota que su hijo abandona la sala.
Un rato más tarde, en el jardín, Fausto ve a Fátima acercarse con paso rápido. Y sabe que tiene algo para él. No hacen falta demasiadas palabras. La esclava saca el recado y se lo tiende. —Era pa Tobía. Fausto promete una recompensa, y la despide para leer a solas:
Mi querido T…
Me figuro que te alegrará saber que aquella esperada reunión de jóvenes se llevará a cabo, por fin, el día 19, cuando den las cinco de la tarde. Será en el sitio que ya conoces. Allí nos veremos.
Tu amigo y compañero. El Cartero
Fausto tiene en las manos algo valioso y grave. Y sin embargo, por mucho que su cabeza componga posibilidades, no llega a imaginar que se trata de un ovillo que acabará de desenvolverse
casi dos años más tarde, un 25 de mayo lluvioso. Día en que algunos salieron a la calle con paraguas ingleses. Y muchos otros, mal cubiertos con capotes de hule.
La casa de la familia Torrealba debe estar a tono con las celebraciones del 21 de agosto, y hacerle honor al apellido. Casa de amo español está obligada a relucir como las mejores el día en que se festejará en Buenos Aires la asunción de un nuevo rey para España y las Indias.
Y se manda reconocer por rey de España y las Indias al Señor Príncipe de Asturias, Fernando VII, en virtud del Real Decreto proclamado en Madrid…
La ciudad entera y, en especial, los vecinos importantes se dedican a engalanar balcones,
torres y ventanas
En cumplimiento de dicha Cédula Real, el Cabildo levanta las banderas por su nuevo Rey y Señor natural, anunciándolo al pueblo para su conocimiento.
—¡Dos mil pesos…! Se han gastado dos mil pesos —comenta Eladio Torrealba a su esposa. Don Eladio se refiere a los vasos de aceite coloreado, a los innumerables candiles y redomas de cristal, además de las setenta y tres hachas de cera dispuestas para iluminar el frente del cabildo,
el día 21 de agosto de 1808.
Pero recién amanece el 19, y Tobías Tatamuez entra a la cocina para servirse un jarro de café. Fátima lo mira de reojo. Tiene una orden que cumplir y lo hará enseguida. Saca por segunda vez, del bolsillo de su delantal, el mismo recado que interceptó, y lo pone sobre la mesa de ladrillos, frente a Tobías, que se ha sentado a beber su café. —Lo trajeron pa usté —dice sin saludar.
Mi querido T…
Me figuro que te alegrará saber que aquella esperada reunión de jóvenes se llevará a cabo, por fin, el día 19, cuando den las cinco de la tarde. Será en el sitio que ya conoces. Allí nos veremos.
Tu amigo y compañero. El Cartero
Tobías Tatamuez no lee con soltura. ¿Cómo podría hacerlo si aprendió de a pedazos y siendo mayor? El mulato, que trataba a menudo con hombres libres a causa de los encargos de don Eladio, pedía lecciones a cambio de faenas extras. Y no importaba si las primeras letras de su nombre
le costaban una larga cabalgata para llevar un recado. Y no se lamentaba si por un sonido junto a otro para completar ta, tata, tata… muez, debía domar un caballo ajeno o estibar bolsas. Su empeño en comprender las letras tuvo el mismo motivo que su negativa a embriagarse hasta el desmayo; o a hurtar de las ollas del amo como perro hambriento. Porque el mulato trajo consigo, desde los vientres más lejanos, una fuerte propensión al orgullo y a la libertad. Después de leer el recado, Tobías pregunta cuándo lo llevaron. —Ayer noche, y yo misma lo he recibío. Tobías Tatamuez lee y sonríe. Tal como dice aquella breve esquela, se alegra de que, al fin, la deseada reunión sea posible.
Dos días después, Buenos Aires se llenaría de cohetes voladores en nombre de un rey que jamás pisaría esas tierras. Varios tablados se han levantado en las plazas principales, idénticos en su ornamentación, donde se tocarían músicas armoniosas y apropiadas para el festejo. Salvas de artillería, despachos de comidas y ropas de gala en honor a un rey que casi nadie conocía.
Pero aún falta para eso. Son las cuatro de la tarde del 19 de agosto, y Tobías Tatamuez abandona, a caballo, la casa de la familia Torrealba. Va con tiempo para llegar a la reunión; así que antes visitará a algunos otros hombres que, como él, piensan en cosas muy diferentes a la coronación de Fernando VII. A prudente distancia, como se lo indicaron,
montando un caballo famélico y viejo, lo sigue el Tisiquito. Tobías va despacio porque la ciudad está llena de gente que prepara la celebración del 21. Esclavos y trabajadores libres se aventuran entre las carretas, cargando fardos y enormes bultos que les impiden ver. El olor a fritura ya inunda las calles, porque sería imposible abastecer el apetito de la multitud si no se comenzara, dos días antes, con la base de los cocimientos. El mulato Tatamuez se detiene en la casa del curtidor de cuero, hombre de su amistad. Ata el caballo a un poste, pero no pasa más allá del zaguán, donde permanece unos diez minutos conversando con el comerciante. Después saluda alzando un poco el sombrero, monta y vuelve a andar. El hijo de la esclava Fátima, que ha estado
observando todo, va tras él. Apenas dos calles después, Tobías vuelve a detenerse. Esta vez, en el puesto de venta de un negro libre que había conocido a su madre. —¡Vean al hijo de Veridiana! —saluda, y agrega—: ¿Qué me trae, mi Tobía? Otra breve conversación. Un abrazo de despedida. Y Tobías Tatamuez retoma el camino. Su joven perseguidor tiene orden de no perderle pisada hasta tanto llegue al sitio que menciona la esquela. Luego se lo dirían al amo Fausto, y este les daría una recompensa que engrosaría el dinero de la libertad. Aunque no falta mucho para que den las cinco, Tobías decide hacer la última parada en una pequeña pulpería, antes de dirigirse a la reunión. En esta ocasión demora tanto en salir que el hijo de Fátima comienza a creer que el mulato ha
llegado a destino, y que es allí mismo donde debía encontrarse con sus amigos. Adentro, Tobías Tatamuez termina de beber una chicha, y de comer un puñado de maníes.
Las campanas tocan las cinco de la tarde, aún pasan algunos cuantos minutos, pero el mulato continúa sin aparecer. El negrito cree que ha cumplido con su cometido, y ya está a punto de regresar llevando en su memoria la ubicación de la pulpería, cuando el mulato sale muy deprisa, sube a su caballo, y parte como un demonio. El hijo de Fátima casi no espera, y arranca tras él lo mejor que le permite su caballo. Cuando el pequeño esclavo de los Torrealba desaparece, el pulpero se asoma secándose las
manos con un trapo. —Ya se han ido —anuncia. Tobías sale sin su sombrero, y con otra camisa. —Fausto ha de ser quien lo envió —dice. Y el comentario suena hueco. —Pues ahora irá tras mi sobrino a dar un largo paseo —sonríe el pulpero. Seguir a Tobías Tatamuez no es tarea para un niño. Ni siquiera, para cualquier hombre. El mulato no suele distraerse, escucha lejos, percibe el cómo y el porqué de las sombras. Ha crecido siendo parte de dos mundos, y aprendió de los hombres libres tanto como de los esclavos. Eso le permite ver, oler y escuchar de dos maneras. Y le otorga, repetido, el don de la sagacidad. —Mañana vendré a devolverte tu caballo —
dice antes de marcharse. —No hay prisa… —el pulpero palmea, con fuerza exagerada, la espalda del mulato—. Puedes dejarme el tuyo, que yo haré muy buen negocio. Recién entonces, Tobías Tatamuez, hijo de la negra Veridiana y de don Eladio Torrealba, se dirige al lugar donde lo han citado. Donde algunos jóvenes, encabezados por el Cartero, empiezan a alentar sueños secretos.
VI
El Tisiquito llegó tarde y cansado, con la noticia de que había seguido a un hombre que no era el mulato. Al oírlo, Fátima supo que el día siguiente sería difícil. —¿Cómo dices? —pregunta Fausto. —Es que Tobía se detuvo en uno y otro lado, y depuse paró en la pulpería. Pero cuando salió era otro hombre. ¡Le juro por Dio, señorito, era otro hombre! El Tisiquito llora por la nariz. Los mocos le llegan hasta los labios, pero no puede quitárselos porque Fausto lo sostiene por ambos brazos. —Negro inútil… —Que no era él, señor amo, que no era Tobía. Llevaba su capa, pero no era él… Igual que antes, igual que siempre.
Tobías Tatamuez lo ha burlado, como cuando eran pequeños y le robaba los dulces y después se ponía a salvo trepándose a los techos; como siempre, cuando se lucía dando volteretas que Fausto nunca pudo aprender, cuando bailaba con las esclavas jóvenes alrededor del fuego y su guitarra se oía hasta la madrugada, mientras él tiritaba de fiebres o se doblaba a causa de fuertes dolores estomacales en su habitación oscura. —Tú eliges, Fátima —dijo Fausto—. Cinco azotes para el Tisiquito o me devuelves las dos monedas que recibiste por un servicio incumplido. Las monedas representan la libertad para su hijo, y los azotes pueden curarse. —Que lo azoten, amo —responde la negra. Fausto ordena cinco azotes, que en el lomo raquítico del niño serán cincuenta.
Alertadas, Amanda y María corren hacia los fondos del terreno donde viven todos los esclavos, con excepción de las cocineras. Donde se castigan las desobediencias menores y algunas indisciplinas propias de la índole bárbara del negro. Casos cuya corrección, sin necesidad de ser expuestos ante la autoridad de la ciudad, forma parte del derecho del amo. No es que la joven y su nana nunca hubiesen presenciado castigos. En la hacienda de Río de Janeiro el padre de Amanda ordenaba azotes brutales para los prófugos y los ladrones. Pero ¿qué pudo hacer ese niño, tan débil como una cascarita de maní?, pregunta María. Para azotar al Tisiquito no es necesario amarrarlo, como sí lo es con los esclavos difíciles. Basta con ponerlo de rodillas sobre la tierra, volcado sobre sí mismo.
Dos o tres esclavos se acercan para ver. También Fátima, que se guarda los sentimientos. Un negro libre, cuya libertad reside en tomar una paga por sus oficios de capataz sobre los once esclavos de la familia, tiene el látigo. Amanda se acerca a Fausto. —¿Qué ha hecho el niño para que ordenes azotes? —le pregunta en voz baja. —Lo suficiente para merecerlos, Amanda. No es que el castigo para los negros esclavos sea algo extraño o indebido a los ojos de Amanda, pero el Tisiquito se ve demasiado débil para soportar el látigo. Sin embargo, nada puede hacer en su favor. Fausto ordena. Y ya está en el aire el primer chasquido. La cincha de cuero cae en su sitio. Los huesos se marcan en la espalda del Tisiquito: dos huesos como aletas puntiagudas y otros como una
hilera de guijarros del cuello hasta el inicio de sus nalgas raquíticas. Antes del segundo golpe, alguien llega. —Tal vez prefieras mi espalda a la de ese niño —dice Tobías Tatamuez, que conoce la causa del castigo. Fausto no lo mira. Y le indica al capataz que continúe. —Esos golpes me pertenecen, Fausto — vuelve a decir Tobías—. Y si quieres, los multiplicas por diez. Una voz, la más inesperada, sale en defensa del señorito Torrealba. —No se entrometa, Tobía, que mi hijo merece la paliza pa que salga bueno, y no sucio como son otro. El Tisiquito recibe sus cinco azotes. Fausto
se aleja antes de que el capataz ayude al niño a levantarse y se lo devuelva a Fátima. —Póngale compresa, y dele a tomá algún yuyo —dice. Los esclavos regresan a sus tareas. María, sin embargo, tiene algo que hacer. —Espéreme un momento, niña. La nana le chista a Tobías, que también se aleja. —Espero que no se ofenda, don Tobías — María se retuerce las manos—. Quiero bendecirlo en nombre de mi Oxum y de mi Oxalá… Ellos le han anotado esta bondad que usted hizo para los nuestros. Tobías Tatamuez toma y aprieta las manos húmedas de la negra. Desde su lugar, Amanda ve y quiere estar allí, pareciéndose a ellos, reconociéndose en sus sonrisas.
Ese día, sin embargo, la costumbre puede más. Y permanece en su sitio hasta que María regresa. De lejos, el mulato alza su sombrero a modo de saludo. Y ella inclina la cabeza.
VII
Bajo la luz de los candiles y las lámparas de aceite, la ciudad parece más bella. Pocas veces Buenos Aires puede verse así; y ni la memoria de los más viejos alcanza a recordar una noche como esa. Las personas pasean por las calles sin ánimo de dormir, y hasta los espíritus más huraños salen de su aislamiento. —La ciudad está encendida… ¡Y todo gracias al Rey! —Fausto habla con voz impostada —. Sagacidad de nuestras autoridades que saben que el pueblo razona de este modo, y luego obra con cordura y agradecimiento. El joven sonríe orgulloso de mostrar la agudeza de sus ideas en la cena familiar. El barracón de los esclavos, situado a los fondos del terreno, también está iluminado. Un fuego hecho de madera, ramas y arbustos arde a unos metros de la pared trasera. Esta luz no alumbra la fachada colonial del cabildo, sino un gran muro de adobe.
Alrededor del fuego hay tambores hechos con barriles. Sus parches, orientados hacia las llamas para que se templen, despiden el aroma de los líquidos que contuvieron. Tobías habla tal como suele hacerlo en las reuniones con los Chisperos. —Los señores nos dejan tocar el tambor porque para servirlos debemos tener primero voluntad de vivir… —dice. —Así será, Tobía. Pero le dan lengua a los tambores… —responde con serenidad el negro más viejo de la ronda—: El blanco cree que el redoble es puro alboroto, el blanco no entiende lo que decimo. Una mulata parece temer que el baile se demore, porque es sabido que a Tobías le gusta mucho el palabrerío. Y cuando se pone a hablar de libertad y otros asuntos parecidos no termina nunca.
—¿Po qué el blanco nos deja tocá y bailá? Poque también se divierte, ¡y más ná! —se impone con las manos sobre sus caderas anchas y alza la voz—: ¡Deja eso pa despué, Tobía! Vamo a bailá ante que aclare. La risa de Tobías se escucha en toda la ronda. Y la mujer de temperamento comienza a marcar el ritmo con los pies. ¡Calunga güe! Una voz de timbre alto se proyecta al aire. ¡Oié oié, ié…! Retumba un coro grueso. Entonces la melodía se suma al ritmo. Y los tambores comienzan a jugar con el tiempo. Tobías elige el tambor de sonido grave. El que percute sobre el pulso del corazón, el que late idéntico desde que el hombre es hombre, y así se monta sobre lo pretérito. Otros tocadores responden al llamado con un
repiqueteo, siempre pisando adelante del ritmo, y sincopando sobre el futuro. En el centro de la rueda, una morena mece sus caderas al compás de ese relato.
Amanda escucha el festejo desde su dormitorio en la mansión Torrealba. En algo menos de una hora, Clara la llamaría para pedirle que bordaran juntas antes de irse a dormir. Todavía tiene tiempo de ir y volver sin que nadie lo note. Amanda y sus ojos grises se acomodan para espiar. Otras veces, en la hacienda de Río de Janeiro, había escuchado los tamtanes del tambor y, como ahora, el estómago se le había anudado. La joven mira todo sin pestañar. Luego, poco a
poco, fija la vista en Tobías.
Más tarde, en su dormitorio, escribiría lo que no se atrevía a decir ni siquiera a su nana. La médula profana de un sentimiento. Lo que le pertenece al cuerpo y allí se queda. Sensaciones que emergen desde el fondo del mar humano, y son tormentas.
VIII
Doña Clara Encinas de Torrealba busca los pendones reales, las cintas, y todo cuanto tiene guardado en los baúles y es adecuado para representar y celebrar a España y a su nuevo rey. Con ellos Amanda, que no ha estado así de alegre desde su llegada a Buenos Aires, se ocupará de engalanar el frente y el jardín de la casa. La mañana del 21 de agosto todos, amos y esclavos, se levantan antes de la hora habitual porque es día de fiesta en la ciudad y nadie, ni siquiera los que tienen menos derechos que un animal doméstico, quieren estar ausentes. ¡Viva Fernando VII!, dirán todos los habitantes de Buenos Aires. O casi todos. La familia Torrealba en pleno se reúne en la sala para compartir el desayuno. Luego, y antes de que cada uno se aboque a sus obligaciones, acuerdan la hora en la que
partirán hacia la Plaza Mayor. —Saldremos de aquí a las seis en punto. Y llevaremos con nosotros un séquito de cuatro esclavos. Escógelos tú, Clara, entre aquellos de mejor carácter y comportamiento —dice don Eladio. Y enseguida agrega—: Creo que podemos dejar que nuestro Fausto y Amanda se separen un poco de nosotros después de la ceremonias. Habrá entretenimientos que ellos podrán disfrutar en tanto tú y yo, Clara, conversamos con nuestras amistades, ¡que no faltarán! Fausto escucha y mira a Amanda con ansiedad. Ella prometió que pasearían juntos y el día había llegado. Amanda le devuelve una sonrisa aunque en absoluto está recordando aquel comentario que el hijo de su hermana tomó como promesa. —¿Podrá ir María con nosotros? —pregunta la joven.
Doña Clara espera la opinión de su esposo, y este la da enseguida. —Puede. Pero, por favor, que no se separe del grupo de negros. —Por supuesto, Eladio —agradece Amanda. —¡A las seis, entonces! —dice el amo Torrealba mientras, a modo de cierre, golpea sus rodillas. El día, con seguridad, pasaría volando. Doña Clara opina que ya es hora de comenzar a moverse. Los hombres deben salir. Las hermanas se quedan un momento comentando sobre los vestidos que lucirán: verde oscuro para Clara, celeste para Amanda. Son algo más de las tres de la tarde. Amanda decide utilizar las últimas cintas que le quedan para atar alrededor de los árboles delgados que
crecen en el costado izquierdo del parque. Cuando oye el saludo, a sus espaldas, no puede responder porque sostiene alfileres en la boca. Tobías Tatamuez la ayuda a terminar con la cinta que estaba sujetando. —Ahora sí —dice Amanda—: Buenas tardes. El mulato se dirige a las construcciones del fondo, donde duermen los esclavos, donde están las cuadras, la huerta y el gallinero. El frente de la casa de los Torrealba está edificado sobre la vereda. Por los costados y por detrás hay una zona cuidada que la familia usa como jardín, allí mismo está la fuente y hay cierta variedad de flores. Hacia los fondos, sin embargo, la propiedad se torna incierta y se confunde con la de los vecinos, con la de nadie, con la de todos. El corazón arbolado de la manzana, donde también
hay tumbas. —¿Vendrá con nosotros a la celebración? — pregunta Amanda. —No lo creo. —Supongo que podría ir. Eladio habló de la familia y de los esclavos, pero no mencionó a… —A los negros libres —completó Tobías. —Usted no es negro. —Claro que sí, señorita. Me gusta ser negro, como lo fue mi madre. Sus ojos tienen un brillo que Amanda solo vio durante su infancia, en los esclavos prófugos que traían de regreso y soportaban en silencio los castigos. “A veces, los hombres brillan para no caer”, le decía entonces la nana María.
—¿En qué se ha quedado pensando? — pregunta Tobías. Amanda inventa historias con facilidad: —En el rey de España… ¿Sabrá él que, aquí, el pueblo lo celebra? —Las noticias cruzan el mar —responde Tobías—. Las que alegran a los reyes y también las que los inquietan. Amanda cuelga de su cuello las dos cintas que aún le quedan. Y Tobías aprovecha ese mínimo instante para mirarla. —Tiene que acabar con ese trabajo —le dice. —Así parece. ¿Y usted? —Voy a visitar a un caballo enfermo. A despedirme de él, en verdad.
—¿No hay remedio para aliviarlo? —Ni él lo querría. Conociéndolo sé que prefiere una buena muerte.
Como su padre solía decir, Amanda actuaba a veces como un animalito salvaje sin tener en cuenta las diferencias de rango, de situación ni de casta.
—¿Puedo ir con usted? Tobías sonríe. Curiosidad de una joven aburrida, piensa. —¿Quiere hacerlo?
—Quiero hacerlo —confirma Amanda. Para entonces, ella está vestida con ropa de casa, y lleva el cabello mal sujeto. Caminan en silencio hasta las construcciones, como las llaman en la casa grande. Amanda entra a las cuadras detrás del mulato. El olor es penetrante y provoca sensaciones inciertas en los cuerpos jóvenes. Hay cinco caballos, y a cada uno Tobías le palmea la cabeza. Sin embargo, es uno especial el que le interesa. Se acerca a un animal de color gris. —¡Mira quién te ha venido a visitar! —dice —. Venga, señorita, háblele al oído, que él se pondrá contento. Amanda sonríe agradecida. Se acerca al caballo enfermo y le habla en la lengua de la hacienda. Tobías no comprende nada, pero piensa
que es bonito escucharla. —¿Van a sacrificarlo hoy? —pregunta la joven. —Al amanecer —el mulato responde cuando en Buenos Aires son las cuatro y cinco minutos de la tarde. Amanda se aparta. Tobías Tatamuez va a despedirse de su amigo. Le toma la cabeza entre las manos, y se acerca a sus ojos. Ahora es Amanda la que puede mirar al hombre. Junto al animal, se perfila el rostro de Tobías Tatamuez, intenso y recortado, como si ambos fueran parte del mismo centauro.
Los jóvenes abandonan las cuadras. —¿Vuelve a la casa grande? —No. Voy justo en dirección contraria — Tobías Tatamuez señala los fondos. —¿Sigue hacia allí la propiedad de mi cuñado? —pregunta Amanda, que aún no ha visitado esos rincones. —¿Ve usted esas subidas? —Tobías se refiere a unas breves prominencias cubiertas de pastos altos y vegetación silvestre, muy distintas de los jardines delanteros—. Hasta allí llega la propiedad de los Torrealba. Me gusta subirlas y mirar desde allí. Si alguien le preguntara, Amanda aseguraría que han pasado apenas unos minutos desde que encontró a Tobías. Nada en aquella ciudad había conseguido, como entonces, desordenarle el corazón.
—Iré a ver —dice Amanda. —La subida es un guadal —le avisa Tobías. Amanda no conoce aquella expresión y pregunta. —Tierra suelta, como polvo —explica el mulato. Y agrega—: Además hay muchos abrojos. —No es problema —ahora Amanda se comporta como una niña deseosa de darse importancia—: ¡Si supiera usted los sitios que recorría en la hacienda! La caminata no es demasiado larga. Pero, tal como Tobías lo advirtiera, los pies se hunden en el suelo flojo y ligero. Casi enseguida, el ruedo de la pollera de Amanda está sucio, cubierto de espinillas y pastos que quedan adheridos a la tela. Y sus zapatos, llenos de tierra. El rostro de Amanda se abrillanta de sudor a causa del sol picante de esa tarde de agosto.
Tobías conoce a la señora Clara de Torrealba, y sabe bien que se escandalizará si ve a su hermana con la piel coloreada por el sol. Duda, pero al fin se atreve: —Puedo ofrecerle mi sombrero para que se cubra. En mí no se nota el sol, y en usted no se verá adecuado. —¡Claro! —Amanda acepta gustosa y se calza el sombrero, que, idéntico al que su padre solía prestarle en la hacienda, le va grande. Amanda y Tobías llegan a la cima de la subida cuando son las cuatro y veintitrés minutos. El mulato ignora el compromiso que la joven ha tomado con la familia. “A las seis en punto.” Y ella lo ha olvidado.
En la casa grande, los Torrealba se acicalan. Doña Clara escoge el colgante que lucirá ese día sobre el vestido verde. Don Eladio está en la tina que los esclavos le prepararon con agua tibia. Y Fausto estira los puños de encaje sin usar. Los estrenará esa tarde, para lucirse junto a Amanda.
No muy lejos de allí, Amanda señala lo que puede ver desde su sitio, y pregunta sin cesar: ¿qué es eso?, ¿qué es aquello?, ¿adónde conduce esa calle?, ¿quiénes viven en aquella propiedad? Y Tobías Tatamuez puede responder porque conoce, como pocos, aquella ciudad. —¿Un cementerio? —Amanda ha descubierto unas pocas cruces entre un grupo de
árboles. —Tumbas sin cadáveres —dice Tobías. Y agrega—: Algunos esclavos entierran una pertenencia de sus muertos para tener adónde visitarlos. No es sencillo para nosotros ir al camposanto y, muchas veces, solo nos enteramos tarde y a la distancia, porque solemos morir lejos los unos de los otros —Tobías continúa hablando, nunca ha dicho tanto de una sola vez—. Allí está mi madre… En realidad, su ropa y unas pulseras que le gustaban mucho. Amanda vuelve a asombrarse por el modo en que Tobías se suma al resto de los esclavos aun cuando goza de una condición especial. —¿Cómo era tu madre? —¿Veridiana? Muy hermosa. Tobías Tatamuez conoce bien las habladurías domésticas. Y la pregunta de Amanda le confirma que las lenguas ya se han soltado.
—Usted sabe quién es mi padre, ¿verdad? Amanda no puede retroceder. Ni quiere. —Lo sé —admite. Ahora, y más por Tobías que por don Eladio, la joven procura ser indulgente. —Al fin —dice—, mi cuñado fue justo dándole a usted la libertad. Y algunas otras posibilidades. —Claro… La libertad es un buen regalo para un hijo. —Quise decir que —Amanda enrojece—, que se ocupó de usted. —No de mí, sino de ella debió ocuparse mientras la pobre se moría en soledad. Y retorcida por los dolores.
Amanda no acierta con sus comentarios. Y está a punto de volver a equivocarse. —De modo que Fausto y usted son… Tobías se apura a interrumpirla. —El señorito Fausto y yo tenemos el mismo padre, eso es todo… Porque hay una palabra que Tobías Tatamuez no pronunciará jamás.
Inician el regreso cuando son las cuatro y cincuenta y dos. La loma cuesta abajo es más breve. Quizás por el color claro de su ropa, por su piel blanca o por su condición de ama, la joven se ve mucho más sucia y desprolija que el mulato.
Además tiene sed, y lo dice. —¿Servirían unas limas? —Tobías sabe de un frutal pequeño, medio escondido en la maleza —. No son gran cosa, pero tienen buen jugo. Los relojes de Buenos Aires coinciden en señalar que falta una hora para que los Torrealba inicien su paseo. Fausto ya está vestido y perfumado, esperando ansioso la hora de ir a la sala. Supone que Amanda está en su dormitorio empolvándose el rostro. Esa noche lo verá mucha gente. Se detendrán a saludarlo y a conversar. Fausto no está acostumbrado a sentirse joven. Por eso la sensación lo agita más de lo razonable. Planifica hasta los últimos detalles. Sabe qué dirá y qué responderá Amanda. Por esa noche, no va a recordar que se trata de la hermana de su madre. Solo será una bella mujer que él llevará del brazo
para asombro y comentario de todo Buenos Aires.
En un rincón del parque, Amanda tiene la boca húmeda de jugo. Come con gusto, y no deja de elogiar el sabor de la fruta. —No había limas en la hacienda —dice. Entonces es Tobías el que quiere saber. —¿Extraña usted aquel lugar? Es la primera vez que Amanda puede decir lo que siente sin enojar ni entristecer a nadie. —Mucho. Cada día deseo regresar. Lo dice, lo escucha, lo acepta. Pronuncia esas palabras, y los ojos se le humedecen con el jugo de la tristeza.
En el año 1808, el amor debía atenerse a ciertas normas y razones. Si eres así, así debes casarte… Si te apellidas de este modo, únete a un apellido semejante… Si pones cubiertos en tu mesa, busca a quien ponga candelabros. Si él es un mulato, no camines a su lado ni comas con él limas dulces. Si ella pertenece a la familia del amo, no le quites el jugo que le moja los labios.
Pero en el año 1808, como antes, como siempre, el amor solía comportarse igual que una jauría avanzando sobre la mesa de un banquete. Lobos bebiendo el agua de miel, alimentándose con gajos de frutas, descubriendo la sal y el almíbar. Consagrados a una asombrosa felicidad sin pensar en el castigo.
El sombrero de Tobías cae al suelo, dejando al descubierto la rojiza cabellera de Amanda. La pasión no se ordena en minutos ni en siglos. Establece un tiempo propio para el que son inútiles las calificaciones convencionales, porque no se trata de un tiempo largo o breve sino de un tiempo acariciado o insistente; no se trata de un tiempo bien o mal aprovechado sino de un tiempo murmurado o lacerante.
Al fin, la realidad se abre paso en la cabeza de Amanda. —Debo ir a la celebración —recuerda. —¿A qué hora espera la familia? —A las… —Amanda debe recuperar la claridad de su cabeza—. A las seis, en punto.
Tobías Tatamuez mira el sitio del sol. —Ya es más de esa hora —dice. La expresión de Amanda evidencia preocupación. Más aún cuando Tobías insiste en acompañarla hasta la casa. —Mejor que no lo hagas —dice y vuelve a decir. Pero es inútil. El mulato no cambiará de opinión. Mientras caminan, la joven procura arreglar su aspecto. —¿Qué vas a decirles? —pregunta. —Apenas una parte de la verdad. Los Torrealba, padre, madre e hijo, esperan en la sala, impecables y opulentos.
—Clara, manda decir a tu hermana que se está demorando demasiado —dice don Eladio, riguroso con los horarios. Aquella vez, Fausto es generoso: —Deja, padre. Estará acabando de arreglarse. Ya sabes cómo son las mujeres en días de fiesta. Pero la sonrisa se le cae de la boca, hecha pedazos. Casi se oye el ruido contra el piso. Amanda ha entrado a la sala con el vestido lleno de briznas espinosas, el cabello desaliñado, las dos cintas reales colgadas del cuello. Y acompañada por Tobías Tatamuez. —Fue mi culpa —dice enseguida el mulato —. La llevé a conocer las cuadras y le insistí para que subiera a las lomas. Doña Clara no lo escucha. Está mirando a su hermana menor con incredulidad y rabia. Fausto se
acerca a su madre y la toma de los hombros, como si temiera un desvanecimiento. Don Eladio avanza hacia Tobías, que, lejos de amedrentarse, avanza también. —Ya le dije que fue mi culpa —repite. Don Eladio Torrealba no se atrevería a alzarle la mano a Tobías más por miedo que por amor. —Mañana hablaremos. Ahora vete de aquí. Amanda mira a Tobías. Lo único que de verdad le importa es saber cómo y cuándo volverán a verse. —Y tú, Amanda —continúa don Eladio—, mira lo que le haces a tu pobre hermana cuando ella solo quiere civilizarte y buscarte un buen destino. Doña Clara se ha sentado en el borde de una
silla y se cubre el pecho con las manos. Una palabra le llega a la garganta, y esa palabra pronuncia: —Eres una bruta. Una bruta… Y te comportas peor que una esclava. Nunca antes alguien había tratado a Amanda de ese modo. Afuera se oyen los primeros cohetes. El virrey, el alférez real, y el Ayuntamiento estarían saliendo a los balcones del cabildo. —Amanda, ¿no crees que deberías ir de inmediato a tu dormitorio? —dice Fausto. Y es claro que el aspecto de la joven le repugna. Fausto Torrealba y Tobías Tatamuez, hijos del mismo padre, se miran sin piedad. Sus pensamientos son tan nítidos que pueden leerse. “Tú, mulato, eres la deshonra de mi familia.”
“Tú, señorito, eres un bordado en el mantel de doña Clara.”
IX
Esa noche Fausto se dormirá muy tarde. Está recostado en su almohada, tocando una a una las marcas de su rostro. Las conoce a todas por su forma, su posición y su tamaño. Los dedos las recorren con cierta curiosa lascivia: la que está en el centro del mentón, otra hacia la izquierda y sobre el hueso de la mandíbula, dos muy pequeñas, casi a la altura de la oreja, que a veces se lastiman… Así se duerme Fausto, revisando sus miserias. En su dormitorio, doña Clara se duerme sollozando. Y en el suyo, Amanda se duerme sonriendo, porque más grande que la vergüenza y el triste momento que ha ocasionado es el asombro de su alma y la exaltación de su cuerpo. El
desayuno
familiar
es
una
larga
pesadumbre. Ni don Eladio, ni Clara, ni Fausto hablan con Amanda, y apenas lo hacen entre sí. Amanda, que celebra el término de aquella comida, no alcanza a perturbarse cuando su hermana le advierte que por ninguna causa salga de la casa. Ni siquiera al jardín. La deliberación se lleva a cabo en el escritorio de don Eladio Torrealba; sitio reservado para sus trabajos o, como en aquella oportunidad, para el tratamiento de asuntos graves. Fausto es quien pronuncia la palabra escarmiento. Escarmiento para el mulato. Luego se ablanda y pide corrección. Corrección para Amanda.
Don Eladio quiere saber, con exactitud, a qué se refiere su hijo. —Ya sabes lo que pienso de Tatamuez — Fausto jamás insinúa saber lo que todos saben, y así es libre de expresar sus sentimientos—. Es un mulato de mala entraña que hace mucho deberías haber echado de esta casa. Parece que ahora tienes un buen motivo. Y Amanda… Lo siento, madre, pero sería oportuno impedirle salir de casa por tres meses, excepto para ir a la misa con la familia. El señor Torrealba piensa en lo mucho que necesita a Tobías para ciertos asuntos de la casa y de la estancia. Y además de pensar, siente. Difícil afirmar que sea cariño paterno, mejor decir que es orgullo por saberse parte en la hechura de ese hombre saludable y apasionado. Difícil probar que es amor. Mejor suponer que es nostalgia de su propia juventud.
—No creo que sea para tanto… Tobías se crió aquí. Y hay que decir que es un hombre de confianza, con el que puedo enviar dinero por los caminos seguro de que no lo tocará. Y que dejará su vida por defenderlo. Está muy bien que Amanda permanezca tres meses sin salir de casa —don Eladio tiene que ceder un poco—. Y el mismo tiempo pasará Tobías en la estancia, sin asomarse por aquí. ¿Qué dices, Clara? Doña Clara siempre piensa y quiere como su Fausto, pero tampoco es capaz de oponerse abiertamente a su marido. Su silencio habilita a don Eladio para continuar: —Amanda es una joven indisciplinada y, a veces, terca. Sin ningún sentido de la puntualidad. Pero no ha ido más lejos que eso. —¿Lo crees así? —la pregunta de Fausto sobresalta a doña Clara.
—¡Por Dios, hijo! —don Eladio ni siquiera admite semejante desatino—. ¿Qué otra cosa, además de perder el sentido del tiempo, pudo haber hecho esa jovencita? Fausto calla. Su olfato de joven enfermizo parece advertir el olor agridulce de la pasión rondando cerca. —Haremos esto —define don Eladio—, le diré a Tobías que parta enseguida a la estancia. Y le diremos a Amanda que purgará tres meses de escarmiento. —Ojalá se enderece con el castigo —suspira doña Clara. Fausto abandona el escritorio sin despedirse, como si supiera que el camino desde la estancia a la ciudad, durante las noches, puede ser muy corto para un buen jinete. Y que los escarmientos, por severos que sean, pueden ser burlados.
María habla con sus dioses sin mirar al cielo. Tal es el modo en que ellos, que no están tan acá como lo humano ni tan allá como lo perfecto, podrán escucharla y atenderla. María los conoce bien. Sabe con precisión qué ritmos los convocan, en qué colores se reconocen y qué ofrendas agradecen. —Oh, mi Oxum, virgen de piel cobriza… aquí canta tu hija. Oxum del agua dulce, dueña del amor y del río… aquí mi rezo te invoca. María se dirige a Oxum en el lenguaje de las cosas. Colma de agua cristalina una sopera amarilla, y la coloca en el sitio apropiado, justo ahí donde los rayos del sol la hacen parecer un espejo. Alrededor desparrama pétalos amarillos, ámbares y cobrizos con la obstinación de un artista. —Me inclino ante ti, madre Oxum —la negra hace tintinear las argollas que luce en sus muñecas
—. Y en tus aguas mojo mis manos. Oxum conoce el fondo del río tan bien como el corazón de los hombres. Conoce la sustancia del amor, y la maneja como miel entre sus manos. María aprendió sobre Oxum de boca de una mamá vieja, que le enseñó cómo y cuándo solicitar a sus dioses. Las advertencias de aquellos labios gruesos quedaron selladas en su memoria. —¡Asísteme, dulce Oxum! Mi Amanda está amarrada, y su camino se ha llenado de piedras. María se toca el pecho y la frente con ambas manos. Luego continúa: —Tú bien sabes que un corazón herido se pone agrio como la leche cortada. Temo que el odio que vive adentro de Fausto se haga como cien serpientes en el vientre de mi niña, y la seque, la consuma y la deje sola en este mundo. María se levanta, sacude los hombros, y se
mira en el espejo de agua. —Estoy aquí, en este rostro —su voz se escucha ahogada—. Y aquí me reflejo, en tu santo fluido, para que digas, mi reina, por dónde correrá el río. Entonces las cosas comienzan a hablar en el lenguaje de los símbolos. María se mueve sinuosa como las aguas. Y como la corriente desliza sus pies descalzos. Danza como si fuera otra. Danza embravecida. Gira en remolinos y se desborda con su pecho hacia el sol. Si alguien hubiese estado allí, habría visto a María bailando con la gracia de una moza, envuelta en un mantón amarillo y tintineando las pulseras doradas con los bríos de una reina africana. Dicen los negros viejos que el dueño del monte guardaba todos los secretos de las plantas en un coco. Pero, un día, se le escaparon y cada
uno de los dioses tomó el suyo. Oxum guardó para sí el secreto de la canela. Con él, tiene el poder de unir o separar a los que se aman.
—Oxum, dueña de los vientres, no sé cuánto tiempo tengo en esta tierra. Y mi niña no sabrá protegerse del mal. Ignora sobre el daño que no puede verse, no advierte diferencia entre ojos de humanos y ojos de culebra. ¡Salve a mi inocente! ¡Protéjala! Me iría aliviada al mundo de los muertos si antes la viera casada —la sonrisa de María se refleja en el agua de la sopera—. Y tú sabes, mi Oxum, que para eso no tenemos que mirar tan lejos.
María habla con Oxum sin mirar al cielo.
Quizás, cuando acabe el rezo, las calles de Buenos Aires olerán a canela. María lo aprendió de los negros viejos, que le enseñaron cuándo y cómo solicitarla. Por ellos sabe que, si a algo huele el amor, es a canela. Miel y canela para Oxum.
Los Chisperos
Buenos Aires, Año de 1809
Sentado a la cabecera de la mesa, don Eladio Torrealba habla con Dios en nombre de su familia. —Damos gracias, Señor, por estos alimentos. Descienda tu bendición sobre esta casa, y sobre cada uno de nosotros. Pedimos que le confieras sabiduría al flamante virrey. Y que ilumines a nuestro Fausto en su nuevo cargo. Nos encomendamos a tu Santísima Gracia, amén. Doña Clara es quien, cada día, realiza la bendición de la mesa. “Tiene la elocuencia adecuada, y una voz digna de elevarse al Cielo”, suele elogiar su esposo. Él, en cambio, prefiere reservar las palabras para cuando la complejidad de la política o la sutileza de los negocios así lo demandan. Concluida la bendición, los cinco comensales se preparan para la celebración. Aunque promedia el mes de septiembre, la mesa está servida como si se tratase de las festividades navideñas. Y hay causa, en verdad. Fausto ha sido
llamado a colaborar como secretario del virrey Cisneros, recientemente llegado en reemplazo de Liniers, con el propósito de corregir los desórdenes y restablecer la paz en el territorio. Doña Clara se asegura de que las esclavas cumplan sin desprolijidades los requerimientos de una cena de celebración. Recién cuando todo está debidamente servido, se apresta a participar de la velada. Mira complacida a su hijo y a su joven hermana, sentados uno junto a otro y entretenidos en elogiar los manjares preparados para la ocasión. Ambos están vestidos a la usanza metropolitana, lo que en opinión de la señora Torrealba es sinónimo de distinción. Doña Clara se ilumina cada vez que advierte cuánto ha cambiado Amanda en la convivencia familiar. ¡Si hasta parece otra, más delicada, menos impulsiva! ¡Si ha dejado de estar el día entero colgada del brazo de la esclava María!
Ahora solo resta encontrarle un buen marido. Como guiada por ese pensamiento, Clara lleva su mirada hacia el hombre que tienen como huésped. Se trata de don Eugenio Montesinos, un comerciante español, recientemente viudo, y tan nuevo en el Virreinato que don Eladio cree sentirle en sus ropas el olor a Madrid. —Verá usted, don Eugenio, que por mucho que nos esforcemos, nuestras mesas no se equiparan con las opulencias de la corte española —en la disculpa de don Eladio hay más de nostalgia que de aflicción. —Nada de eso, señor mío —responde con vivacidad el invitado—. Puedo asegurarle que, desde que he llegado aquí, los sabores y los aromas han aquietado la tempestad que traía conmigo. El comentario exalta la memoria de Amanda, y casi malogra la perfecta conducta que mantiene.
El recuerdo de los frutos y las especies de la hacienda están a punto de hacerse palabras. Por fortuna, Amanda las bebe con un sorbo de limonada, evitándole a su hermana el disgusto de escuchar sobre asuntos inapropiados. Sin embargo, la condición anímica de Fausto le permite advertir alteraciones del espíritu que, para otros, serían imperceptibles. Cualidad que se agudiza si se trata de Amanda, a quien no deja de vigilar. Por eso, vuelve a colmar de limonada el vaso de la joven. En la cocina, las esclavas domésticas acaban de sentarse. El descanso durará apenas unos minutos, antes de que sea tiempo de preparar las fuentes dulces y los licores. Fátima se sirve una buena porción de la comida de sus amos. Y con eso, habilita a sus
compañeras a hacer lo mismo. Ninguna se atrevería a semejante despropósito sin antes asegurarse la complicidad de Fátima. Es María la única que come el guiso de siempre en la escudilla de siempre. —Y tú también puede vení a comé, negra María —dice Fátima—. Hoy estamo de fiesta. —Que le aproveche… Déjeme a mí con mi caldo. Dos carcajadas llenas de comida festejan la respuesta. Las esclavas que trabajan en la cocina, bajo las órdenes de Fátima, reaccionan con exceso a causa de los sorbos de vino que robaron. Fátima endurece el gesto: —¡Cierren el pico, atrevías! —ordena a sus dos ayudantes. Y enseguida se dirige a María con brutalidad—: ¡Usté presuma, que ya le voy a enseñá que aquí el enemigo de Fátima vale meno que un perro!
María limpia el plato con un trozo de pan. Lo come sin apuro. Y cuando acaba, mira a Fátima. Un extraño sonido comienza en su garganta. Crece y cobra cuerpo. Primero la negra gruñe, después ladra. La campanilla de los amos llama desde el comedor.
La familia y su huésped alzan las copas en honor del joven Fausto, que tan buena impresión les causara al señor virrey y a su señora esposa. Tanta como para incluirlo entre los colaboradores más cercanos. Un rato más tarde, como mandan los tiempos, la política se adueña del interés masculino. Es hora de que las damas escuchen y acepten sin comprender. Al menos en apariencia.
—¿Y entonces…? —pregunta don Eugenio. —Entonces, mi amigo —responde el dueño de casa—, tenemos que estar alertas ante el avance de cierto pensamiento afrancesado, y por cierto peligroso, que instiga al pueblo a rebeliones impensadas. Como ve, debemos actuar con inteligencia. —Con inteligencia y con severidad, padre — interviene Fausto. Don Eugenio Montesinos mira a Fausto con interés o, más bien, como quien intenta determinar qué clase de persona tiene frente a sí. —Y no creo que debamos hablar de pueblo —continúa Fausto—, sino de los cabecillas que lo pervierten. Y lo ponen contra nuestro virrey. —¿Habla usted de los Chisperos? —vuelve a preguntar el huésped. —Entre otros…
En el espíritu de don Eugenio Montesinos, las nuevas ideas ganaron espacio. Su condición de viajero le enseñó que los pueblos bailan, sueñan y gobiernan de distintos modos. —Tal vez llegue el momento —dice el huésped— en que sea necesario hacer acuerdos con los aquí nacidos. Los hijos, por norma de la vida, deben emanciparse de la tutela paterna. A Fausto, la política se le mezcla con los sentimientos. Para él, un gobierno criollo es idéntico a la lujuria de una esclava revolcándose con su amo; y el partido patriota es un mulato ilegítimo. Mientras que el orden virreinal, en cambio, es su madre bordando, por siempre, en la quietud del atardecer. Las viejas heridas de Fausto hablan por él. —Aquí no se trata de hijos, don Eugenio, sino de una caterva de infames. Discúlpeme usted,
pero creo que su condición de metropolitano le impide saber que estos revoltosos son la triste reunión de muchachitos con ínfulas francesas, criollaje de mala muerte y mulatos nacidos del pecado. La perorata de Fausto logra empalidecer a todos los presentes. Excepto a don Eugenio, que, sin nada que temer ni que ocultar, parece casi divertido. —Cuánto brío pone usted en el asunto, mi joven amigo —y acomodándose el chaleco, continúa—: no voy a contradecirlo puesto que, como bien lo dijo, soy aquí un extranjero. Pero voy a permitirme recordarle el “Romance del conde Olinos”. ¿Lo sabe usted? —Claro, pero no alcanzo a comprender por qué lo trae a cuento —las marcas en el rostro de Fausto tienen el color subido de la rabia. —Tan solo porque el romance nos advierte
que es imposible separar lo que está destinado a mezclarse. Amanda se interesa vivamente en lo que acaba de escuchar. Ella no ha vivido en Buenos Aires y desconoce el romance que han mencionado. —Pues, te diré, jovencita —don Eugenio cuenta con liviandad—: La composición trata de una reina que manda matar al enamorado de su hija y, haciéndolo, la mata también a ella. El caso es que, luego de muertos, los amantes continúan juntos. La luz en los ojos de Amanda anima a don Eugenio a comportarse fuera de todas las conveniencias, y comienza a cantar. —No lo mande matar, madre,
no lo mande usted matar.
Que si mata al conde Olinos
juntos nos han de enterrar.
—Continúe, por favor —pide Amanda, como si no recordara o no comprendiera que el canto es resultado de una discusión. Don Eugenio la complace. —De ella nace un rosal blanco,
de él un espino albar.
Crece uno, crece el otro
los dos se van a juntar.
—¿Me la enseñará, usted? —pregunta Amanda. —Lo haré con gusto, muchacha. De tanto andar por los mares y codearse con gente de los puertos, el comerciante español, don Eugenio Montesinos, adquirió costumbres de marinero. Entre ellas, enfrentar cantando las peores tormentas. Septiembre de 1809 está en Buenos Aires. Y la cena en la casa de los Torrealba llega a su fin.
II
Lo apodan el Cartero por dos razones: porque lo fue en un tiempo y porque, ya sin serlo, continúa cruzando la ciudad con noticias, recados y proclamas. El Cartero se destaca por la potencia de su voz y el entusiasmo de sus convicciones. Es uno de los que se atreven a soñar más allá de Inglaterra y de Francia. Más allá de la propia España y de Fernando VII. Cuando termina el año 1809, hay muchos que están organizando la madrugada. La misma que Cisneros procura detener. Entre ellos se cuentan los Chisperos, los que tienen poco que perder, los que no llevan blasones de nobleza ni pertenecen a familias de linaje. Parte del pueblo de Buenos Aires que no acepta tener rey. Tobías Tatamuez está con los Chisperos desde el comienzo. Allí aprendió política. Conoció las banderas de la Revolución francesa y supo de Napoleón Bonaparte.
También él, igual que su hermano Fausto, mezcla la política y los recuerdos. El mulato siente que una victoria de la patria reparará los tormentos que Veridiana ha sufrido.
En su residencia, junto a algunos de sus partidarios, el virrey Cisneros toma graves decisiones. En sus manos está la pacificación de la ciudad, que su predecesor dejó en llamas. Y la destrucción de quienes, al modo francés, reclaman unas libertades intolerables. Sentado ante una tarima, Fausto toma nota de lo que allí se dice y se ordena. —Será un Juzgado de Vigilancia Política — resuelve Cisneros. Un poco después, Fausto escribe en un pliego fechado: 25 de noviembre de 1809.
… creamos un Juzgado de Vigilancia Política destinado a perseguir a quienes sostengan las detestables máximas del partido francés o cualquier otro sistema contrario a la conservación de estos dominios en dependencia de España.
Perseguir. La peor pronunciada. Y escrita.
palabra
ha
sido
Cerca de finalizar la reunión, y con órdenes claras para implementar las acciones necesarias, llega el momento de ponerle nombre a los patriotas, a los afrancesados, a los revoltosos, a los Chisperos. —El Cartero, así se apoda uno de ellos. El comentario detiene la pluma con la que Fausto escribe las formas finales del documento. Su memoria corre hacia atrás y le regala, nítida, la misiva que más de un año antes recibiera Tobías Tatamuez. Aquella firma no se le olvidaría jamás: “Tu amigo y compañero. El Cartero”.
Fausto Torrealba no tiene, como pretende frente a su madre, un cargo relevante junto al virrey. Es apenas un secretario al que Cisneros
palmea la espalda de vez en cuando. Ahora es posible que tenga algo que el virrey sabrá apreciar. Tu amigo. El Cartero.
Algo que, además, hará justicia con el mulato. Sin embargo, Fausto no va a hablar todavía. Antes debe pensar detenidamente, recordar tanto como pueda, y pesar cada palabra. Aunque tampoco puede demorar demasiado. No bien comience la persecución, corre el riesgo de que Tatamuez huya. Terminado el día, Fausto se dirige a su casa. El camino es corto y lo hace de a pie.
Murmura. Tu amigo. El Cartero.
III
El café humea en los tazones. Y las bandejas se han servido como si la familia llevara días sin probar bocado. La conversación transcurre adormecida.
lenta, casi
Don Eladio y su hijo se despiden pronto. Ambos tienen muchas cosas que hacer ese día. Doña Clara propone a su hermana que acompañe a don Eugenio a dar un paseo por los jardines. Amanda acepta con verdadero gusto la propuesta. Le simpatiza aquel hombre de rostro seco y barba blanca, la única persona que ha visto oponerse a Fausto sin perder la sonrisa. —Cuando usted desee… —ofrece la joven. —Ahora mismo, hija. Admiro mejor la creación de Dios durante las primeras horas de la mañana.
La manera paternal de llamarla, que tanto agrada a Amanda, molesta a doña Clara, quizás porque siente que es un trato demasiado cariñoso, quizás porque presiente que nada logrará en materia de convenios matrimoniales. Tomados del brazo, Amanda y don Eugenio caminan por los senderos del jardín. Y cantan a dúo. —No lo mande matar, madre,
no lo mande usted matar.
Que si mata al Conde Olinos
juntos nos han de enterrar.
Amanda aplaude cuando terminan. Ya casi ha aprendido la canción, pero desea intentarlo de nuevo. —A ella como hija de reyes,
la entierran junto al altar.
A él, como hijo de condes,
unos pasos más atrás.
Después del paseo, y con el transcurso de las horas, Amanda pierde el buen ánimo. Desea ver a
Tobías y no puede aguardar a que llegue la noche, cuando él la busca. Recorre los jardines, entra en la cocina, y hasta le pregunta a algún esclavo fingiendo que debe encomendarle un trabajo, pero Tobías no está en la casa, salió muy temprano y aún no ha vuelto. Un silencio de siesta muerta se adueña de la ciudad. La tarde, para Amanda, vuelve a pasar tan lenta y triste como las primeras en aquella casa. Ni siquiera María puede reconfortarla porque se la han llevado a la estancia para que ayude en un carneo.
Amanda se alegra de ver el sol declinando. Es anuncio de la noche. Y son las noches lo único que espera desde el preciso día en que el pueblo
de Buenos Aires festejó la asunción de Fernando VII. Un año de amor bien escondido. Una joven mujer fingiendo aceptar las conveniencias y los preceptos familiares. Un mulato que llega con la noche para poder amarla. La ventana frontal de la sala, con un pequeño balcón, es el sitio de la casa más cercano al mundo exterior. Y allí se queda la joven, inmóvil, esperando que sus ojos atraviesen la ciudad, doblen las esquinas y se acerquen a cada rostro hasta encontrar el único importante. Pero no es a Tobías a quien ve, sino a Fausto y a don Eladio, que ya están de regreso. El señor Torrealba y su hijo entran a la casa hablando alto. —Ahora —dice Fausto quitándose los puños y el moño que lleva al cuello— habrá que ser implacables en la aplicación de los castigos.
Clara se apresura a tomar las prendas que su hijo extiende con la punta de los dedos. El huésped acaba de sumarse a la reunión y se muestra interesado en el comentario. —¿Hay acontecimientos nuevos que yo deba conocer? —pregunta. —Hoy mismo se ha puesto en marcha el Juzgado de Vigilancia Política —dice Fausto—. Era tiempo de poner fin a la confabulación de los afrancesados. —¿Y qué se hará, exactamente? —Es pronto para decirlo. Pero algunos reclamamos fusilamientos para los cabecillas. Nadie, excepto el visitante español, está mirando a Amanda. De lo contrario, percibirían con toda claridad el estremecimiento que la sacude de pies a cabeza.
Es indispensable actuar con rapidez, advertirle a esa joven que está trizándose como un cristal apedreado. De lo contrario, ella dejará caer, ante los ojos de todos, el secreto que guarda. Un secreto que don Eugenio Montesinos no conoce, pero que está dispuesto a defender. —Jovencita —dice mirándola fijamente a los ojos—, tú vienes de otras tierras, lo mismo que yo. Por eso debemos prestar atención, y aprender de lo que aquí se dice. La voz amigable de don Eugenio permite que el cuerpo y el alma de Amanda vuelvan a reunirse en un solo sitio.
Anochece con luna llena. En la casa de los Torrealba los candiles se apagan. Se cierran postigos y cortinas.
En su dormitorio, Amanda es una fiera enjaulada. Va y viene sin orden ni sentido, se estruja las manos, y tan pronto se deja vencer por el miedo como se endereza de furia. —¡Saldré ahora mismo, nana! ¡Voy a buscarlo! No soy una prisionera en esta casa. La nana María piensa lo que jamás diría: “Sí que lo eres, niña. Los Torrealba no te permitirán ir tras tu mulato. Y si es necesario, te encadenarán como si fueses una esclava”. —¿Dónde crees que irás a esta hora? —dice, en cambio—. Aguarda que él ya vendrá. María está alerta. Sabe que Amanda no está jugando. El amor la ha crecido. Ahora habla y mira como una mujer y nada se puede hacer contra eso.
Abajo, en el jardín, una luz se prende y se apaga como una lenta luciérnaga. Don Eugenio fuma su pipa sentado en la oscuridad del parque. Recuerda los ojos sombreados de su mujer muerta. Los mares de su juventud han quedado atrás. Muy cerca lo esperan la vejez y la soledad. ¿A quién amará tanto esa joven?, se pregunta. ¿Cómo será el hombre que le pone el corazón en la mirada? Don Eugenio Montesinos aspira fuerte su pipa y sonríe al exhalar el humo hacia la luna. La ventana del dormitorio de Amanda da al parque. Ella, sin embargo, no tiene modo de ver a don Eugenio. —¡Alcánzame la capa, nana! —Niña, ni Oxum podrá protegerte si te insolentas y buscas la desgracia.
—No le he pedido nada a tu Oxum — responde la joven. —¡Válgame! —María se tapa la boca. Sabe que sus santos se irritan con facilidad cuando son ofendidos—: Perdónala, Oxum, mi señora, esta niña está ofuscada por el amor.
Don Eladio continúa en el parque. Fuma tabaco y recuerdos en la misma brasa. Un ruido de pasos lo endereza. Quienquiera que sea parece venir desde el fondo del terreno. El español permanece en su sitio, casi oculto. La luna le deja ver que se trata de un hombre de buena estatura. Alguien que camina sin vacilaciones, como el que anda por un lugar conocido y sabe bien adónde se dirige. Ahora, se agacha, y parece arrojar algo…
¿Qué está haciendo? ¿Por qué no vienen los perros de la casa? La respuesta es una ventana que se abre. Amanda se asoma acompañada por la luz tenue de una vela y, ayudada por el gigante, sale al jardín. El abrazo es profundo. El español no necesita más para entender. Los ve apartarse apenas y abrazarse de nuevo. Y abrazarse de nuevo sin haberse apartado. Cree oír el murmullo de sus voces, y dos respiraciones deshechas. Cuando los amantes caminan hacia adentro del parque, don Eugenio regresa a la casa. Si la luna entendiera, se iría también.
Las horas cambian la apariencia del cielo, y los sonidos del parque familiar. La noche pasó de su medio cuando Amanda regresa. La nana María le abre la ventana, pálida de no dormir y asustada por la tardanza. —Ya no sabía qué hacer, niña. Si salir a buscarla o si volar detrás de mi alma. Amanda está avergonzada. Sabe que su nana ha sufrido más de lo que su salud tolera. Pero tuvo motivos fuertes, y quiere explicarlos. —¿Cuáles serán esos motivos, que tanto te has puesto en peligro? —Tobías debe ocultarse —dice Amanda—. Él y otros que no tienen apellidos ni parientes que los protejan. El Cartero mismo se los ha dicho. —Yo misma lo hubiera hecho. No hacen falta libros para saber que el de pobre cuna halla pronta tumba.
—No hables de tumbas, nana. Se marchará hasta que todo se apacigüe. —¿Y cuándo será eso? —Cuanto antes. Apenas halle una buena excusa que darle a don Eladio.
Amanda comienza a desvestirse mientras su nana le abre la cama. Por la calle de la casa se acerca una partida en busca de Tobías Tatamuez, hombre de confianza de el Cartero, Chispero y mulato de temer.
IV
El Juzgado de Vigilancia Política debe distinguir entre aquellos que, aun sosteniendo ideas políticas adversas al dominio español, están resguardados por familias fuertes y aquellos otros que carecen de toda protección. Estos son presas fáciles, cuyo castigo servirá de lección para el resto y a los que Baltasar Cisneros llama: “hombres malignos y perjudiciales que pretenden alterar el orden y el gobierno establecido”. Esos deben ser capturados. ¡Búsquenlos en sus casas!, ¡sáquenlos de sus escondites! Exilio para ellos. ¡O muerte! Fue por eso que la delación de Fausto es una piedra preciosa en manos del virrey. Al decir del joven Torrealba, y teniendo en cuenta que mantenía correspondencia con el Cartero, este Tatamuez debía tener peso entre los Chisperos. Pero, al mismo tiempo, es un joven mulato sin relaciones ni amparo, hijo de una
esclava ya muerta y de padre desconocido. Así, Tobías Tatamuez, hijo de Veridiana, estuvo entre los primeros hombres que las partidas de Cisneros salieron a buscar.
Buenos Aires sueña. En la casa de los Torrealba, los amos duermen en sus aposentos. Los perros, echados bajo la protección de la galería. Y los esclavos, en los barracones. Amanda y María acaban de cerrar los ojos. Tobías, en cambio, se quita las botas y la camisa antes de echarse en su camastro. Las noticias que Amanda escuchó por boca de Fausto no son nuevas para él. Ya saben los Chisperos que el virrey planea lanzar una
persecución contra los patriotas. El Cartero se los advirtió. Y juntos decidieron que aquellos que estuvieran en mayor riesgo no debían volver a los sitios que frecuentaban. Ni a sus domicilios. Lo que no pudieron prever fue que esa persecución ya tenía nombre y cabalgaba. Tobías Tatamuez comparte una barraca pequeña con dos esclavos. Uno de ellos es el Tisiquito, que ahora se queja en sueños. La partida virreinal ya llega. Los soldados se distribuyen a lo largo del límite de la propiedad, que, a esas horas, tiene cerradas las entradas. La voz del teniente que está al mando se hace oír: —¡Venimos en nombre del gobierno virreinal! ¡Venimos en nombre de Baltasar Hidalgo de Cisneros! Ni Fausto pudo imaginar que sería tan
pronto. El hijo de los Torrealba se levanta de su cama. Tiene el pulso acelerado. Y ahora está asustado de su propia acción. Se cubre y corre a la habitación de sus padres. Don Eladio ya está de pie, con una luz de aceite en la mano. —¡Venimos virreinal…!
en
nombre
del
gobierno
Don Eugenio Montesinos también abandonó su cuarto. —¿Qué sucede, nana? —pregunta Amanda —. ¿Qué pasa? Afuera, el teniente al mando vuelve a llamar. —Nada tema la familia… Venimos en busca de un revoltoso. Don Eladio ha salido y pregunta por el jefe de la partida.
El teniente ha dado órdenes de disparar contra cualquiera que intente escapar de la propiedad. —Por Dios, teniente, ¿qué está ocurriendo aquí? —don Eladio no le teme a la justicia. Sin embargo, la respuesta lo deja sin reacción durante unos instantes. —Buscamos a Tobías Tatamuez bajo los cargos de sedición contra el virrey. En la casa, las mujeres se han levantado, cubiertas con mantones. Don Eugenio está con ellas, y procura calmarlas e impedir que salgan. —Es mejor que esperen aquí. Debe tratarse de un error que don Eladio va a remediar pronto. María abraza fuerte a su niña, que quiere creerle a don Eugenio. Y no puede. Los perros de la casa ladran enloquecidos a causa de aquellos extraños que traen olores
hostiles. Ya con la puerta de rejas abierta de par en par, don Eladio Torrealba le dice al teniente lo mismo que don Eugenio a las mujeres: debe tratarse de un error. —Debe ser un error. Conozco a Tobías Tatamuez desde niño. Él no sería capaz… —No hay error —responde el teniente—. Y si lo hubiera, se decidirá en otra parte. ¿Dónde lo encontramos? —Duerme en las barracas del fondo, pero no sé si está aquí, suele marcharse a la estancia sin dar aviso. El teniente no lo escucha. Ordena a sus hombres que avancen. —Teniente, le repito que debe tratarse de un error…
Pero don Eladio debe apartarse, porque si el Juzgado de Vigilancia Política entiende de apellidos y rangos, los caballos no. Fausto permanece en silencio. Hubiese preferido no presenciar los resultados de su delación. Si pudiera, se metería bajo las mantas de su cama con los oídos tapados hasta que todo acabe. En las barracas, Tobías Tatamuez ya está vestido y calzado. Él sabe que no hay equivocación. Pone un cuchillo en su cinto. Y saca del baúl donde guarda sus pertenencias una pistola española, regalo de su padre. Y las municiones que posee. Desde su sitio, el Tisiquito lo mira sin decir palabra. El niño tiene miedo, y quiere estar con su madre. Pero Fátima duerme en la casa grande, cerca de la cocina.
La partida se ha dividido. Algunos hombres quedan afuera, rodeando los límites exteriores. Otros se dirigen hacia el fondo, donde están las barracas de esclavos. La arboleda frondosa del jardín y los senderos estrechos los obligan a desmontar. Caminan despacio, empuñando armas que, jurarían, no estarán obligados a usar. Porque el hombre que buscan es un mulato infeliz, incapaz de disparar contra los soldados del virrey. Pero aquellos soldados no conocen a Tobías Tatamuez, hijo de Veridiana. No saben que nunca se dejará atrapar como un animal. Tobías ya ha salido de la barraca y, antes de que la partida esté encima, alcanza a parapetarse tras unas enormes tinajas adosadas a la pared del
frente. El primer disparo de la pistola española los toma por sorpresa, aunque no alcanza a ninguno de ellos. Pasado un instante, los soldados se preparan para una cacería mucho más difícil de lo que supusieron. El disparo alertó al resto de la partida, que se cierra sobre los lindes de la casa. Tobías Tatamuez está rodeado. Pero intentará correr hacia el centro de la manzana. Si lo consigue, quizás pueda perderse en los matorrales. Los soldados han disparado sin suerte. Tobías volvió a cargar su arma. No puede desperdiciar perdigones. Son muchos hombres en su contra, y el tiempo de recarga puede ser demasiado. La noche se reúne en un silencio compacto.
Los soldados esperan que el mulato se mueva. Deberá hacerlo tarde o temprano. Su movimiento les indicará la dirección del ataque. Y les evitará sufrir bajas. Será entonces el silencio lo que hace pensar al Tisiquito que es buen momento para salir en busca de su madre. Lleva puesto el camisón de lienzo que usan los esclavos. Y que es visible en las noches. La oscuridad y el miedo suelen fraguar tragedias. Uno de los soldados no quiere correr riesgos y le dispara al camisón blanquecino. El camisón es un niño que se desmorona sin un quejido. Tobías Tatamuez lo ve caer. Y es cuando la furia lo hace cometer un error. Dispara contra nadie, contra todos. Los hombres del virrey saben que es momento de cargar sobre él. Tobías Tatamuez intenta defenderse. Son
muchos. Son más que están llegando. No hay adónde escapar. El mulato ya es un prisionero. El Tisiquito ya no es un niño. En la casa, los desesperados se desoyen. Cada quien padece por lo suyo. Y por lo suyo suplica. Tobías sale de la casa con las manos amarradas a la espalda. Y flanqueado por los soldados del virrey. María y don Eugenio procuran sostener a Amanda y desdibujar sus ruegos para que nadie los entienda. Pero nada suena más terrible que los alaridos de Fátima sobre el pecho agujereado de su hijo. Nada más cobarde que el silencio de don
Eladio. Y nada más oscuro que Fausto, repasando las cicatrices de su rostro, mientras los gallos de Buenos Aires anuncian la llegada de la luz.
El dolor, por grande que sea, cede al cansancio. Y el que sufre se duerme con un gesto crispado en el rostro y las manos apretadas. Así le ocurre a Amanda. La despierta el sol de la mañana. Demora en levantarse de la cama, sobre la que se dejó caer sin quitarse la manta que cubría su camisón. El cuerpo le duele como si la hubiesen apaleado. La nariz tapada de llanto la obligó a respirar por la boca, y ahora siente áspero el paladar hasta la garganta. Los dibujos de la colcha arrugada marcan su mejilla izquierda. Siente los párpados a punto de reventar, y le da trabajo quitar los cabellos pegados al rostro con la viscosidad del llanto. Ahora debe mejorar su aspecto y salir a encontrarse con la familia. Sabe que le costará mucho sostener las apariencias. Hasta ese día pudo engañar a todos sin pudor ni costo, porque su amor por Tobías se lo facilitaba. Y porque había
un sueño de los dos. Amanda encuentra a su hermana en la sala. —Buenos días, Clara. La señora Torrealba bebe una taza de leche sentada frente a la ventana. —¿Cómo podrían serlo? Venir a nuestra casa una partida de soldados… Una vergüenza más que nos ocasiona este mulato. ¡Ojalá lo encierren de por vida! O peor. Amanda se muerde el corazón. No puede hablar; no debe hacerlo por el bien de Tobías. Su hermana continúa hablando. —¡Y ahora que mi Fausto trabaja para Cisneros…! Espero en Dios que este percance no malogre su excelente relación con el virrey. ¡Mulato inmundo! Hubiésemos debido venderlo de niño.
—¿Y Fátima? —pregunta Amanda. —Ahí tienes… Su hijo muerto por culpa del mulato. Amanda necesita defender a Tobías. —Pero no fue él quien le disparó, sino un soldado —dice. —Qué más da —responde su hermana—. Nadie hubiera disparado un arma si él no comenzaba. Pero esto le costará caro, Amanda. Muy caro. Una cosa es entregarse manso y otra, muy distinta, es disparar contra los hombres del virrey. A la primera oportunidad, Amanda se va de allí. Quiere estar con su nana, pero sabe que la negra estará reemplazando a Fátima en la cocina porque la muerte de un esclavo no detiene las rutinas de la casa. Amanda sale al jardín, donde podrá llorar y
rezar sin que nadie le pregunte nada. Por eso, intenta retroceder cuando ve a don Eugenio Montesinos sentado a la sombra de una inmensa retama, fumando su pipa. Pero el español ya la ha visto y le hace señas para que se acerque. De modo que Amanda no tiene más remedio que hacerlo. —No debes hablar si no lo deseas —dice don Eugenio—. Solo escúchame. Es indispensable que te controles. Perder tu secreto, jovencita, no te servirá de nada. Y al revés, puede complicar las cosas para Tobías. Amanda comprende que es innecesario fingir. No importa cómo lo supo don Eugenio. No importa… Y es un alivio poder hablar con alguien sin mentiras. —No olvides —continúa el español— que estás bajo la custodia de tu cuñado y de tu hermana mayor. Y son ellos los que, por ahora, deciden sobre tu suerte y tus bienes. Te toca ser paciente.
—¿Qué pasará con Tobías, don Eugenio? — el miedo atenaza la voz de Amanda. —Haremos todo lo posible por aliviar su castigo. Amanda se aferra a las manos del hombre que le habla con profunda dulzura. —Que vuelva hoy mismo. Dios mío, que vuelva hoy mismo… —Me temo que eso no será posible —don Eugenio ve llegar un embate de desesperación—. Calma, niña, calma. —Por favor… —suplica Amanda, como si en vez de estar frente a Eugenio Montesinos, estuviese frente al virrey. Y entonces, incapaz de controlarse por más tiempo, se hunde en un sollozo aterrado. —Tranquilízate. Así no lograrás nada.
Es forzoso detener el desconsuelo de esa joven, amansar su dolor para que no quede en evidencia. Don Eugenio Montesinos sabe muy bien que el delito de Tobías Tatamuez es severo y que el fusilamiento puede ser su castigo. Sin embargo, a qué decírselo ahora a la mujer que solloza sobre sus manos. Cuando Amanda consigue retomar la calma, Eugenio Montesinos le ofrece un pañuelo. Y le acaricia despacio la larga cabellera roja.
VI
De noche, el vasto terreno de la familia Torrealba es tan oscuro como lo permite la luna. Don Eladio mira aquella penumbra por la ventana del cuarto y procura, metido en la seguridad de sus sábanas, olvidar el destino de Tobías. Hace dos días que se lo llevaron, y la suerte que correrá es incierta. Doña Clara no piensa en el mundo de afuera. Solo se quita la peineta y el corsé para acostarse junto a su marido. Pero aunque ninguno de los dos desee recordarlo, un cementerio sin cadáveres se emplaza en el centro de esa penumbra… Lejos de los gallineros y mucho más allá de los corrales se recorta la silueta de un grupo de cruces de madera. “Veridiana Tatamuez”, dice una de ellas. La fosa donde yacen sus ropas y sus pulseras es la única que tiene nombre. Lo grabó Tobías apenas aprendió a escribir.
Tarde, cuando la noche ya no tiene ruidos, Amanda y María escapan por la ventana de la habitación. La salida que, por necesidad, aprendieron a usar con maestría. Caminan silenciosas hacia lo oscuro cargando algunos objetos, y vestidas con enaguas blancas para anunciarles a los muertos su llegada. Allí quizás encontrarían el auxilio que necesitan. Aunque claro, solo si los difuntos están proclives a hacer favores. En cambio si están descontentos… —¡Ay, mi niña, no hay nada peor que cargar con la antipatía de un muerto!
María se hincará ante la única tumba que tiene nombre: “Veridiana Tatamuez”, escrito con trazos infantiles. Por negra y por piadosa, María sabe que hay ciertos asuntos que solo resuelven los muertos. Por vieja y entendida, sabe que una madre no deja de serlo cuando muere, y que Veridiana ayudará a su hijo aunque para ello deba blandir sus propios huesos. María le pedirá a Veridiana que salve a Tobías, que le alivie la suerte. Le pedirá que intervenga en el mundo de los vivos a través del amo Eladio, porque solo ella sería capaz de influir en el corazón de aquel hombre. Y solo don Eladio Torrealba, por su nombre y su posición, podría intervenir el curso irreversible de la justicia indiana. María arma un altar simple. Enciende unas cuantas velas. Y sobre aquellas pequeñas llamas
arroja un puñado de polvo. Un olor dulzón satura el espacio. La negra hablará como si los muertos estuviesen allí porque sabe que sus pertenencias conservan una parte del alma.
—Entre todos los que aquí descansan, me dirijo a ti, Veridiana, porque tu piel de canela todavía es suave en la memoria de don Eladio. Porque todavía él ve tu mirada en algunos ojos negros. Y porque fue tu cuerpo el que le arrancó gemidos hace ya muchos años.
En su habitación, don Eladio sueña con otras tierras, con mujeres de cuello alto y pechos al
viento. Ellas caminan descalzas, y como fuera del tiempo. A su lado, corren niños de ojos brillantes. El sol alto ilumina el color de la arena. Y el aire huele fuerte a canela.
—Entre todos los muertos que aquí yacen te pido, Veridiana, que salgas de la noche de tu descanso y vengas a este triste mundo por un momento. Trae contigo tu belleza. Y trae tu piel, aquella que enamoró al amo.
Un viento de canela se cuela por las rendijas de la ventana del dormitorio principal, y llega al olfato de don Eladio.
¿Quién es aquella que llega envuelta en telas coloridas y adornada con pulseras? Es Veridiana, la que amó a escondidas, pero tanto… ¿Qué trae en el canasto que carga sobre sus caderas?
—Madre de Tobías, muerta por abandono, a ti te llamo. Perdona a los vivos que te dañaron, y cubre el alma de don Eladio con aquel viejo amor que se tuvieron. Tu hijo te necesita.
Eladio Torrealba es muy joven. Tiene fuerzas para correr hacia Veridiana… “¿Qué traes en esa canasta?” Y ella sonríe. “Traigo un hijo”, le dice. Por el horizonte, cruza un caballo negro.
Alguien canta. Veridiana, que ya no viste telas de colores sino ramas entretejidas, quita el mantón que cubre la canasta donde duerme un recién nacido, atado con cadenas.
Don Eladio sobresaltado.
Torrealba
despierta
Ya no volverá a dormir por el resto de esa larga noche. No podrá hacerlo. Tiene una decisión tomada y aguarda la primera mañana para llevarla a cabo.
VII
Don Eladio abandona la casa muy temprano. Su esposa no se atreve a preguntar el motivo de ese imprevisto apuro; pero algo le advierte que la suerte del mulato está de por medio. Así se lo dice a Fausto mientras le arregla los detalles de su vestimenta para que salga él también. Fausto no responde. Su primer temor es que su padre sepa que delató al mulato. Pero enseguida se tranquiliza pensando que el Juzgado de Vigilancia Política no dará el nombre de quienes colaboran con la captura de los revoltosos.
Mucho más difícil de lo que pudo imaginar resulta, para don Eladio Torrealba, conseguir siquiera que su asunto sea atendido. El mulato, sospechado de pertenecer a una facción adversa al orden, no se entregó
voluntariamente sino que disparó contra las fuerzas virreinales. Y eso tiene un altísimo costo. La mañana entera anda don Eladio de una a otra de sus amistades. Hombres poderosos con quienes se reúne en las tertulias, con los que negocia a diario. Sin embargo, todos se muestran renuentes a ayudarlo; aun aquellos que saben que se trata de su propio hijo. Pero siempre hay quien debe favores o los necesita. Y por fin, casi llegando el mediodía, don Eladio consigue una entrevista con la máxima autoridad del Juzgado de Vigilancia Política. Su petición es escuchada con frialdad. Don Eladio insiste en decir que se trata de un joven que vio crecer, gente de su confianza que debe haber caído en manos de facinerosos por pura ignorancia. —Ya sabe, usted, que los jóvenes son propensos a tomar causas que no entienden, pero
creen heroicas. —Sin embargo, ese joven, que usted llama ignorante, estaba armado. —¡En esto yo mismo debo acusarme! La afirmación provoca inquietud. —Permítanme explicarles —dice don Eladio —. Esa pistola española, bastante vieja por cierto, fue un obsequio que le di en ocasión de unos grandes servicios que el mulato me hizo. Eso es todo. —Puede ser… Pero su mirada altanera no habla de un joven que no sabe lo que está haciendo. —Sé de lo que habla… Tobías es obstinado y bruto por su lado negro. Será difícil que pida perdón. —Y dígame, don Eladio, ¿es solo por
haberlo visto crecer que usted pone en juego su nombre? Es el momento de decir o callar. Hay un delicado equilibrio entre las ventajas y las desventajas de aceptar su paternidad. Cierto que le daría más peso a su pedido de clemencia. Cierto también que lo pondría en situación vergonzosa. Y no porque estuviese mal visto engendrar hijos en vientres esclavos. Lo que está mal visto es amarlos y defenderlos. El sueño de la noche anterior vuelve nítido a su memoria, con olor a canela y niño encadenado. —Usted sabe. Hace muchos años tuve una esclava… La decisión no puede ser tomada sin la venia de Baltasar Hidalgo de Cisneros. Nadie más que él puede aprobar que la pena sea conmutada. Algunas horas más debe esperar don Eladio,
durante las cuales piensa repetidamente en marcharse y dejar el asunto en manos de Dios. Pero cuando va a hacerlo, cuando empieza a levantarse del sillón de cuero donde espera, el olor a canela lo detiene. ¡Cuánto se parecen los ojos de Tobías a los de Veridiana!
La respuesta llega al atardecer. —Por única vez, y de modo excepcional, dando usted todas las garantías de que este hombre no volverá a causar altercado alguno, el señor virrey tolera que el mulato Tobías Tatamuez sea enviado a Montevideo. La partida será inmediata, con órdenes de no regresar hasta tanto su exculpación sea resuelta. Nosotros lo conduciremos hasta su destino final. Y como ocurre con cualquier deportado, la pena será implacable si fuese visto nuevamente en esta
orilla. Sepa, don Eladio Torrealba, que el virrey pone su sello en esto. Sepa también que otra voz habló a favor de Tatamuez, y que esperamos no ser decepcionados. De regreso, el señor Torrealba piensa en la otra voz que se había alzado por Tobías. Atraviesa el jardín para entrar a la casa, cuando ve a su huésped y, de inmediato, tiene la respuesta. —Creo, don Eugenio, que tengo algo que agradecerle. —No tiene usted que hacerlo. —¡Claro que sí! La voz de un español de su rango ha sido decisiva. En 1810 ciertas cosas no se pronuncian. Nunca don Eladio le preguntaría al navegante si acaso conocía su relación con Tobías Tatamuez. Y nunca don Eugenio se lo diría.
En 1810 muchas cosas transcurren debajo del silencio.
Igual sucede en la sala familiar. Clara no pregunta. Nunca lo ha hecho. En cuanto a Fausto, él se contenta con notar que su padre no ha recibido noticia de su delación. Y se conforma, así se alivia, con la novedad que don Eladio comenta como al pasar: —Supe que Tobías Tatamuez será deportado. Al parecer, el virrey se apiadó de él por considerarlo un ignorante, más que un hombre peligroso. En 1810, en casa de los Torrealba, el tema se da por terminado.
Más tarde, don Eugenio Montesinos trata a Amanda con dureza. —¿Y aún te atreves a llorar, muchacha? ¿Sabes a qué castigo se enfrentaba Tobías? Amanda comprende que el español dice la verdad. Pero la verdad no la consuela. Tobías se marcha para no regresar por mucho tiempo. —Por años, tal vez —dice Eugenio Montesinos—. Y tú debes aceptarlo con prudencia. Desde el primer momento Amanda sintió afecto por aquel hombre. Ahora, en cambio, lo mira con furia. —Y no creas que hablo porque no sé de amor. Sé mucho más de lo que imaginas, sé mucho más que tú, Amanda.
La joven pretexta algo para retirarse. Quiere llorar, quiere planear locuras… —Y ten mucho cuidado con lo que haces — don Eugenio lee detrás de su frente—. Es su vida lo que está en juego. La justicia indiana no demora en cruzar el río y dos prófugos sin recursos caerán pronto. Entonces sí, podrás llorar con buenas causas. Por él y por ti. Descubierta en sus íntimos propósitos, Amanda se deja vencer por un llanto convulso que, don Eugenio, no ampara. —Cuando te calmes, podremos entendernos. Solo me queda decirte que iré a ver a Tobías antes de que se lo lleven. Si lo deseas, puedo llevarle una carta. Confío en que él sabrá entender y obrar con mayor razón que tú.
VIII
Termina el año 1809. Los Chisperos, perseguidos por el virrey, siguen luchando desde una penumbra que parte del pueblo celebra y protege. La política es una tormenta sobre Buenos Aires. Fátima se ha transformado en puro odio. No sabe ni quiere hacer otra cosa más que odiar. Y Tobías Tatamuez es la propia imagen de su desdicha. Fátima ha gastado en chicha todas las monedas que ahorraba para comprar dos libertades. Fátima es un ser de odio que trastabilla a causa del alcohol. Fausto ya no puede contar con ella, ni la precisa. La delación le valió el reconocimiento del virrey. El mulato se ha ido para siempre, y hasta las marcas de su rostro se han suavizado. Por su parte, don Eugenio Montesinos planea su partida. Es comerciante y marinero. Lleva ya demasiado tiempo en una ciudad donde, por lo demás, los tiempos se enrarecen.
Regresa a España. Y siente que esa será la última vez que cruce el mar. —No diga usted eso —le dice Amanda. Y para ahuyentar la conversación le pide que canten juntos el “Romance del conde Olinos”. —¿Nunca te cansarás de cantarlo? —Nunca. Don Eugenio, acepta pero solo tararea la melodía. —No, no. Cántelo bien. ¡Fuerte y alto! La joven parece lograr, de aquel hombre, todo lo que se propone. Eso piensa doña Clara, mirándolos por la ventana de la sala. Por fortuna, Amanda ha logrado hacerse mujer. Y amar a don Eugenio, con quien tendrá una vida apacible. Para doña Clara es un alivio que el matrimonio se la lleve a España. La presencia de
su hermana no logró hacerla feliz. Y al contrario, la llenó de viejos animales y de cizaña. Ahora todo volverá a su sitio. Don Eladio, su Fausto y ella en el hogar. Solo son chimentos eso de que una revolución azotará Buenos Aires. Habladurías de negros y de mal nacidos. Dios mediante, seguirá atardeciendo mientras ella borda sus manteles de hilo. La noche pasará sin que sueñe la muerte de su madre. Dios mediante, amanecerá mientras ella reza. El día seguirá el ritmo de las campanas. Y luego volverá a atardecer. Dios mediante, mientras ella borda.
Mi querido Eugenio
Buenos Aires, año de 1810
—¡Rápido, nana, rápido! —¿Y ahora qué…? —dice María, que ya más de una vez se vio obligada a dejar el armado de los baúles de viaje. —Esa nube, allá, como un caballo con crines largas y blancas. La negra María no demora en verla. Es buena en eso desde siempre. —Y galopa hacia el oeste —agrega. La salud de María continuó apagándose durante esos meses. Pero tiene fuerzas para otro viaje y la hace feliz saber que dejará a su niña en buenas manos. Al fin, su Oxum la escuchó. La boda de Amanda y don Eugenio se realizará al día siguiente. Ya reluce el vestido realizado con brocato español. Sobre los hombros, Amanda llevará una
mantilla de gasa labrada, y en los pies unos zapatos con hebilla de plata. —No debería usar estos pendientes — Amanda se refiere a unos aros de auténtico oro y auténticas piedras preciosas que su madre le dio a Clara antes de partir hacia Río de Janeiro, y que ahora su hermana desea que la joven use en su boda. —¿Por qué no, mi niña? Dele el gusto completo a su señora hermana, que ya está bien contenta de verla casarse con don Eugenio. —También yo lo estoy, nana. —¡Bah! —es la incierta respuesta de María.
Don Eladio Torrealba y su esposa serán los padrinos.
La firma de las actas parroquiales, donde quedará asentada la unión, va a llevarse a cabo la mañana siguiente a las nueve y treinta. Esa misma tarde el matrimonio parte a España. A pedido de los novios, doña Clara dispuso un almuerzo familiar. Y solo eso. —Voy a estar atenta en la cocina —dice María—, porque Fátima es bien capaz de escupir en el plato de usted y en el de su esposo para traerles desgracia. —¡Qué puede tener ella contra Eugenio! —Ella tiene todo contra todos, menos contra quien debiera. ¿No ve que Fausto sigue siendo su “señorito”? Rarezas de las almas de la gente, que los dioses no perdonan. Doña Clara llama desde afuera de la habitación. Desea hablar a solas con su hermana, de modo que María se marcha enseguida.
Antes de cerrar la puerta le hace a Amanda un gesto de complicidad que la joven no responde. ¡No fuera a verlo Clara, y a malinterpretarlo! —Estarás muy hermosa —dice la señora Torrealba. —Gracias a ti —Amanda no cesa de agradecer el empeño que puso su hermana en la confección del vestido de novia, obstinándose en que se hiciera con una tela costosa. —Y gracias a tu felicidad —doña Clara se refiere a la luz que acompaña a su hermana. —Doy gracias cada día por haber encontrado a Eugenio. Tanta es su dulzura y su cuidado… —Eso es resultado de la edad y de la erudición —afirma doña Clara. —¡No sabes, Clara, oyéndolo hablar de sus viajes!
cuánto
aprendo
Doña Clara sonríe. Ella no es mujer de hurgar en asuntos pasados. Ha sido educada para callar sus sentimientos y disimular sus emociones. La expansión y el desahogo son conductas vulgares. La contención y la reserva son señales de llevar buena sangre en las venas. Es por eso que no mencionará, ni ahora ni nunca, los rencores que guarda. No dirá jamás que se sintió mal querida. Y abandonada por aquel absurdo viaje a Río de Janeiro. No hablará del olvido al que la condenaron por no haber podido estar presente en los funerales de su madre… “Yo la amaba tanto como ustedes, ¿no pudieron entender que era imposible para mí?, ¿no fueron capaces de pensar en mi Fausto, pequeño y enfermo? Eso sí, padre, bien me recordaste otra vez cuando sentiste la muerte cerca y solo para pedirme por Amanda, por tu animalito salvaje. Ya ves que la he sabido domesticar y se la entrego a un hidalgo. Puedes descansar en paz. ¡No te preocupes por mí! Supe resignarme a mi matrimonio y estoy envejeciendo en compañía de
mi hijo”. —¿Ya tienes todo listo, Amanda? — pregunta. —Solo falta terminar este baúl, pero María lo hará hoy mismo. Antes de abandonar el dormitorio, Clara desea saber si Amanda usará los pendientes. —Por supuesto —dice la joven sin dudarlo. El abrazo entre las dos hermanas es cauto. Y tan sincero como es posible.
… día 3 de febrero de 1810. Firma ante mí don Eugenio Montesinos, español de nacimiento…
Los novios están parados frente al acta parroquial. Y doña Amanda Encinas, oriunda de estas tierras…
La familia Torrealba viste de gala. Fausto, en particular, que ha ganado algo de peso en los últimos meses. Y tiene ahora una barba suave que lo favorece.
Teniendo por padrinos de la boda a don Eladio Montesinos y a su señora esposa, doña Clara…
Terminada la lectura de obligaciones, los novios y los padrinos firman el acta parroquial. Amanda toma las manos de don Eugenio y las besa repetidas veces. —Mi querido Eugenio —dice de tal modo que todos la escuchan. Para doña Clara aquello resulta un exceso. Pero conoce a Amanda y, al fin, don Eugenio ya es su esposo.
II
María no ha dejado de quejarse por los mareos que le aguardan en el barco. Y de encomendarse a Iemanyá. —Mi reina, sostén bien fuerte esta casa de madera y aleja de ella las tormentas —dice mientras sube la escalinata. Y por esas cosas de la fe se persigna en el nombre del Padre y del Hijo. Don Eladio, Clara y Fausto han ido a despedir al flamante matrimonio. El viaje que van a emprender no se deshace con facilidad ni pronto. Quién podría saber cuándo volverán a verse o a saber los unos de los otros… Ahora es Clara la que lleva puestos los pendientes que Amanda le devolvió antes de abandonar la casa. —Pasaron tantas cosas en estos años —dijo la recién casada—. Extrañaré estos jardines, y tu conversación en los atardeceres. Ya en el puerto, saluda uno a uno a sus
familiares. —Adiós, Fausto. Adiós cuñado, y disculpa si me comporté de modo indebido. —Si así fue, ya está olvidado.
El barco silba para anunciar que emprende un viaje largo y difícil. Es un velero mercante que comienza a moverse con lentitud. Demorará en alejarse del puerto y en perderse de vista. Mucho más, en cruzar el mar océano. El velero va a detenerse en varios puertos a lo largo de la costa. —Y pasará cerca de tu Río de Janeiro — dice don Eugenio, tomando entre los dedos la nariz
de Amanda. —¿Cuánto falta para llegar? —Amanda juega como una niña. Don Eugenio se ha atrevido a lo que jamás imaginó. Hacer estas cosas a su edad… Pero no se arrepiente de la decisión tomada. Vuelve a sentirse fuerte y capaz de enfrentar cantando las peores tormentas. Pocas horas después, don Eugenio y su esposa cantan juntos, acodados en la cubierta y de cara al mar. Son felices de distintos modos, pero tanto que no dejan de mirarse y sonreír. Amanda sabe el “Romance del conde Olinos” desde la primera a la última sílaba. Y lo canta con dulzura. Apoya la cabeza en el hombro de don Eugenio, y así permanece, tarareando la pasión de los enamorados.
No pasa mucho tiempo hasta que don Eugenio la saque de su somnolencia. —Ahí tienes tus luces, pequeña. Amanda alza la cabeza, y se queda mirando el puerto cercano. Las lágrimas que estuvieron esperando nacen, recorren su cuello y se pierden entre sus senos.
El barco va a detenerse por un par de horas. Algunos pasajeros se quedan allí. Otros, en cambio, prefieren pisar tierra firme. En el puerto de Montevideo un hombre alto y joven está esperando. Don Eugenio Montesinos y la nana María quedan rezagados porque la carrera de Amanda es el vuelo de un pájaro. Y porque deben darle tiempo al amor.
Un rato después, Tobías Tatamuez camina hacia ellos. Abraza a María y estrecha con firmeza la mano del español. —Aquí te entrego a mi esposa —dice el marinero—. ¡Cuídala bien! La conversación, nutrida de consejos, promesas y precauciones se lleva el tiempo. Muy pronto el barco volverá a zarpar. Con él, y hacia España, se irá Eugenio Montesinos, el hombre que nunca dudaría entre la vida y el miedo. —¿Me escribirá? —No lo dudes, hija. Y sabré avisarte cuando estés a punto de enviudar, así puedes casarte con quien debes. —¡Que eso sea muy lejos! —dice Amanda.
—Mientras tanto, nadie aquí los conoce. Amanda repite algo que ya le ha dicho muchas veces: —No se vaya usted. Quédese con nosotros… Podrá contarle a nuestros hijos sobre el mar. Don Eugenio verdadera gratitud.
Montesinos
sonríe
con
—Vuelvo a mi tierra, niña. Y a mis amores. Es allí donde quiero acabar de hacerme viejo. ¡Y lo haré satisfecho por esta última proeza! —Su tierra lo estará esperando —dice Amanda para no llorar. —Las tierras no esperan a nadie. Somos nosotros los que esperamos llegar. Amanda, María y Tobías lo ven partir, erguido y digno marinero de alta mar. De aquellos que aprendieron, navegando, que la vida no tiene
orillas.
III
Es viernes 25 de mayo. Pero eso no le importa a Fátima, que, como cada amanecer, despierta sobre la tumba de su hijo, adonde la ha llevado la borrachera. Tampoco le importa que la noche anterior hubiese renunciado el virrey Cisneros. ¿En qué cambia su suerte que un grupo de patriotas haya desatado un tumulto en todo Buenos Aires? Los jóvenes aquellos que Cisneros ordenó perseguir están reunidos en la Vereda Ancha. El día amenaza lluvia, por eso la mayoría lleva capotes en las espaldas. Pero a Fátima tampoco le importa la lluvia. Ni las vacilaciones del Cabildo. El Cabildo demora en hablar claro. Los patriotas deciden entrar en la sala de sesiones y exigir valentía. Irán Beruti, Grela, Rocha, Planes… Irá
Domingo French, apodado el Cartero. Irán a pedir que decidan por la libertad. Pero tu hijo, Fátima, ya nunca será libre. Hay quienes procuran insistir con el pasado. Le temen a la revolución y preguntan: ¿adónde está el pueblo, que no lo vemos? A Fátima no le importa la respuesta que reciben: “El pueblo, en cuyo nombre hablamos, está a la espera. ¿Quieren ustedes ver al pueblo? Entonces toquen las campanas y le verán la cara”. Porque para la negra Fátima ya no habrá otra cara que la del Tisiquito, mirando desde la tierra agusanada.
La tarde ha estado lluviosa. Aun así, la calle del Cabildo, la de las Torres, la del Colegio y la
plaza están llenas de gente. Pocos paraguas, muchos capotes. Y cintas que reparten los jóvenes para identificar a los patriotas. En la sala de la casa familiar, detrás de los ventanales neblinosos, doña Clara está bordando. A su lado, Fausto permanece en silencio. Ahora es secretario de un virrey depuesto. Y las marcas de su rostro vuelven a ocasionarle una picazón dolorosa, como cuando era niño. Fausto se rasca hasta lastimarse. Pero doña Clara prefiere no ver, igual que Fátima. Y no escuchar los sonidos de la revolución desatada en las calles. La señora Clara Encinas de Torrealba borda con esmero para que todo quede inmóvil. Borda un pájaro en la esquina de un mantel y no quiere que vuele. Borda un ramo de flores y no
quiere que huelan. Borda un hijo para que no crezca. Borda sobre sus lágrimas.
Digresiones
Madrid,Mes de agosto de 1812
Mi querida Amanda:
No creas que me he olvidado de ustedes. Menos del niño que lleva mi nombre y que amo entrañablemente. ¡Quién diría…! Ser abuelo sin haber sido padre.
Mi muchacha, comprendo la ansiedad de tu ánimo teniendo a Tobías en medio de una guerra. Pero he de ser sincero contigo y amonestarte y decirte que así lo conociste. Jamás él te dijo que renunciaría a sus ideas y a sus luchas. Espéralo en paz. Reza por él. Y confía en que regresará sano y salvo.
Ahora te contaré madrileño. Verás…
sobre
este
verano
Por fin, mantenme al tanto del crecimiento del pequeño. También de la salud de María. Y en especial de tus desvelos.
Con inmenso cariño por ustedes.
Eugenio
Montevideo, noviembre de 1812
Amado Tobías:
Te escribo con nuestro niño dormido junto a mí. ¡Si lo vieras…! Su cabello rojo se ha llenado de rulos pequeños y en eso se parecerá a tu madre. Como en el color se parece a la mía. Balbucea y ríe que es una dicha. Creo que gracias a él, la nana María aún no se rinde. Aunque la pobrecita sufre de muchos dolores, aún canta su canción favorita. Aquella de “Sai o sol…”, ¿la recuerdas?
Poco sé de Buenos Aires y de mi familia. Mis cartas demoran demasiado porque, ya sabes,
debo enviarlas primero a España para que desde allí las reenvíe nuestro buen amigo. Y luego lo mismo con sus respuestas.
Cada día que pasa te añoro más.
Quiera Dios que estas guerras no te lleven más lejos.
Cuídate y piensa en mi amor.
Tu Amanda
Salta, 24 de febrero de 1813
Mi tan querida Amanda:
Sabes que estoy dictando. No sobra el tiempo para los que escribimos con tanta lentitud. Apenas cuatro días atrás nos enfrentamos con los realistas y supimos salir victoriosos. Comprendo tu deseo, pero me temo que las guerras serán largas y que me llevarán más lejos de ti y de nuestro niño. Nos vamos al Alto Perú.
No llores, mi amor. Y reza por nosotros, que Dios sabrá escuchar las súplicas de tu alma.
Aquí se aprende a ver que la patria aún no iguala a blancos y morenos. Lejos de eso, son mis hermanos los primeros en caer y los que poca gloria reciben. Si eres negro o pardo o mulato, tu valentía y tu sangre valen menos. Esto duele y desilusiona. Pero ¿sabes qué hago en esos ratos? Pienso que la patria es el hijo de Fátima. A él le ofrendo estas batallas. Y con eso me alcanza para seguir.
Cuida al niño y a la nana María. Cuídate tú misma y come bien.
Tengo ahora, sobre mí, una nube en forma de largo camino. ¿Adónde llevará? Te gustaría
verla.
Por favor, no dejes de cantar aquel romance que te enseñó don Eugenio. Yo puedo escucharte cuando entro al campo de batalla.
Te amo más que nunca.
Tobías