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En la capilla o donde haya espacio se cuelgan de la pared distintos cuadros de la colección de Sieger Köder. Delante de cada cuadro tiene que haber espacio para poder observar el cuadro y orar delante de él. Se pueden tener velas debajo para iluminarlo o poner un foco que lo ilumine directamente. En la entrada puede haber unos cuadernillos con la explicación de los cuadros, aunque también pueden ser en formato de hojas en cuyos encabezados pueden ir escritos distintos sentimientos o estados de ánimo: falta de aceptación personal, debilidad, miedo, alegría, esperanza, desesperanza, falta de motivación, peligro, confianza, etc. A cada cuadro corresponderán distintos sentimientos.
Sieger Köder nació el 3 de enero de 1925 en Wasseralfingen (Alemania) donde completó sus estudios secundarios. Durante la II Guerra Mundial, fue enviado al frente en Francia, donde fue hecho prisionero. Un vez liberado, estudió para ser grabador y orfebre. Mientras frecuentó la Academia de Bellas Artes de Stuttgart hasta 1951. Después de esto estudió Filología Inglesa en la universidad de Tubinga. Después de 12 años enseñando arte y trabajando como artista, Köder hizo teología y se ordenó de sacerdote católico en 1971. Desde 1975 hasta 1995, fue párroco en Hohenberg y Rosenberg. Después se retiró a un pueblo no muy lejos de Stuttgart, donde ahora vive. Los años de parroquia han inspirado la mayor parte de las pinturas de Köder. Hay una completa armonía entre ambas vocaciones: sacerdote y artista. Usa sus pinturas como Jesús usaba sus parábolas. Siempre cuenta historias cargadas de simbolismo y color, poniendo de manifiesto la compleja condición humana y la profundidad de la fe cristiana. Su experiencia de la época nazi y el Holocausto judío se refleja constantemente en sus pinturas, donde pocas veces falta una referencia explícita o implícita al mundo judío. Las pinturas de Köder tienen también un profundo significado teológico. Casi nunca pinta el rostro de Cristo. La mayor parte de las veces está reflejado en el agua o en el vino. Otras veces acostumbra a pintar a Jesús fuera del cuadro, en el mismo plano que el espectador como queriendo indicar que Jesús sigue vivo hoy en la persona del que mira el cuadro.
Sieger Köder es un seguidor tardío de la corriente artística que dominó con fuerza las primeras épocas del siglo XX en Alemania, el expresionismo. Se trata de una corriente de vanguardia que, inspirada sobre todo en Van Gogh desprecia la forma artística a favor del contenido. Su intención es expresar lo que el autor siente, sin ningún tipo de condicionamientos formales y estéticos. Pretenden que el espectador tenga un impacto emocional a través del colorido, las formas retorcidas, la composición agresiva, etc., Así los cuadros expresionistas no tienen ningún respeto por la perspectiva, la composición o el tratamiento de la luz. Utilizan el color de una manera violenta, provocando formas, a veces distorsionadas o caricaturescas que provoquen en el espectador lo mismo que siente el autor. Además del color, a los expresionistas les gusta el simbolismo que concentra más contenido que la mera representación objetiva de las cosas. Su forma de expresión es plana, lineal y muy rítmica, en busca de una simplificación absoluta de la forma y el color. En este sentido, pretendían recuperar las formas de expresión del arte primitivo o medieval.
Pinturas expresionistas las podemos hallar desde los inicios del arte, siempre que respondan a esta intención de moldear la realidad para volcarse sobre la emoción interior. Así, los rostros de la pintura románica son plenamente expresionistas o las esculturas medievales de monstruos del infierno. Algunos de los grandes maestros de la pintura se consideran expresionistas en este sentido. Tal sería el caso del Greco, cuyas figuras son cualquier cosa menos realistas. También Edvar Munch fue un gran cultivador del expresionismo en sus cuadros, así como Van Gogh, algunos cuadros de Gauguin, etc.
Los expresionistas quieren crear emociones interiores. Por lo tanto, hay que ver los cuadros observando qué provocan en nosotros mismos. Detrás de cada cuadro Sieger Köder está contando una historia. Una historia sobre el ser humano, sobre ti mismo. Y a la vez, está contando una historia sobre Dios. Cada cuadro hace referencia a varios textos bíblicos explícitos. Conviene que observemos los cuadros mirando a nuestros propios sentimientos y a lo que Dios nos quiere decir a través del relato bíblico en el que se inspira el cuadro. En cada cuadro encontrarás una guía para observarlo y para orar delante de él. Trata de no distraerte. La contemplación del cuadro y de su simbolismo tiene que llevarte a entrar en contacto con el Dios de la vida que quiere comunicarte algo muy personal. En la guía encontrarás unas pautas para observar el cuadro y comprenderlas. Después tendrás una serie de textos bíblicos a los que se refiere la pintura: léelos con calma. A continuación se ofrecen una serie de preguntas para la meditación. El resto pertenece al silencio a lo que pueda pasar en tu intimidad si dejas que Dios entre en ti.
La escena está desbordada por las dos manchas de color que definen a los dos personajes. Parece como si los dos personajes no tuvieran espacio suficiente dentro del cuadro y tuvieran que superponerse uno al otro en una postura forzada. Jesús está arrodillado a punto de lavarle los pies a Pedro, justo antes de la última cena. Recordemos la historia. (Jn 13, 1-16) 1 Antes de la fiesta de la pascua, sabiendo que le había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, Jesús, que había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin. 2 Se pusieron a cenar. El diablo había metido en la cabeza a Judas Iscariote, hijo de Simón, la idea de traicionar a Jesús. 3 Jesús, sabiendo que el Padre había puesto en sus manos todas las cosas, que había salido de Dios y que a Dios volvía, 4 se levantó de la mesa, se quitó el manto, tomó una toalla y se la ciñó. 5 Luego echó agua en un barreño y comenzó a lavar los pies de sus discípulos y a enjugárselos con la toalla que se había ceñido. 6 Al llegar a Simón Pedro, éste le dijo: «Señor, ¿tú lavarme a mí los pies?». 7 Jesús le respondió: «Lo que yo hago ahora tú no lo entiendes; lo entenderás más tarde». 8 Pedro dijo: «Jamás me lavarás los pies». Jesús le replicó: «Si no te lavo, no tendrás parte conmigo». 9 Simón Pedro dijo: «Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza». 10 Jesús le dijo: «El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, pues está completamente limpio; y vosotros estáis limpios, aunque no todos». 11 Jesús sabía muy bien quién iba a traicionarlo; por eso dijo: «No todos estáis limpios». 12 Después de lavarles los pies, se puso el manto, se sentó de nuevo a la mesa y les dijo: «¿Entendéis lo que os he hecho? 13 Vosotros me llamáis el maestr o y el señor; y decís bien, porque lo soy. 14 Pues si yo, el señor y el maestro, os he lavado los pies, también vosotros os los debéis lavar unos a otr os. 15 Yo os he dado ejemplo, para que hagáis vosotros lo mismo que he hecho yo.
Pedro está sentado, los pies descalzos en introducidos en el agua. Una mano está suavemente posada con afecto, casi con ternura, en el hombro de Jesús, lo cual indica la relación de intimidad que hay entre los dos personajes. La otra se alza escandalizada como queriendo frenar a Jesús. La cara de Pedro es de sorpresa. El pintor ha querido recoger ese momento en el que Pedro dice “Jamás me lavarás tú a mi los pies”. Sin embargo, Jesús no le está mirando, no puede ver el gesto de espanto de Pedro, porque está completamente
inclinado sobre su acción. No le mira a la cara, a Jesús no le interesan las excusas o los reparos de Pedro, con esa postura forzada, completamente inclinada, casi hasta la humillación, está concentrado en los pies. Los pies, sin duda, era la parte del cuerpo más sucia, más indigna, al estar constantemente en contacto con el polvo del camino. Los pies sucios representaba simbólicamente la parte pecadora del hombre. En aquel tiempo ningún judío estaba obligado a lavar los pies a sus propios amos, para mostrar que un judío no era esclavo. Únicamente una madre o un esclavo hubiera podido hacer lo que Jesús hizo aquella noche. La madre a sus hijos pequeños y a nadie más. El esclavo a sus dueños y a nadie más. La madre, contenta, por amor. El esclavo, resignado, por obediencia. Pero los doce no son ni hijos ni amos de Jesús. Jesús está vestido con el “efod” o manto, típico de los rabinos y de los sacerdotes. ¿Cómo es posible que un judío honorable, se rebaje a hacer un trabajo de esclavos? ¿Cómo es posible que todo un Dios, se abaje, se humille hasta lavar los pies de un pecador? El cuadro, así como el relato de Juan, nos cuentan la crónica de un escándalo mayúsculo. Así les debió de parecer a Pedro y a los discípulos. Se preguntarían seguramente ¿quién es este Dios que viene a lavarnos los pies?
Es curioso que el rostro de Cristo solo se puede ver reflejado en el agua sucia del barreño. Se trata de un misterio que iremos desvelando poco a poco. Ponte en el lugar de Pedro. Descálzate. Pon encima de la mesa todo aquello que te da vergüenza. Tus errores pasados, tus pecados inconfesables, aquello que no te gusta de ti. De todo esto están tus pies manchados. Normalmente no dejamos a nadie que se acerque a estos episodios que son como heridas en carne viva. Hacemos todo lo posible para mantenerlos en la oscuridad. Creemos que si los demás conocieran esas faltas, nos dejarían de amar, experimentarían en mismo rechazo que nosotros sentimos cuando los recordamos. En el fondo no somos tan distintos de Pedro. Aquel que negará tres veces a su amigo, ahora no quiere dejarse lavar los pies. ¿Cómo va a permitir que su maestro se rebaje a limpiarle los pecados a él? No lo permitirá. Nosotros hacemos lo mismo. Creemos que nuestro pecado no es digno de Dios y rechazamos la idea de que Dios quiera limpiarnos. Como si Dios se escandalizara de nuestra debilidad. Pero Jesús insiste: “Si no te dejas lavar los pies, no tienes nada que ver conmigo.” ¡Qué contundente! Contienen una tremenda dureza: si no te dejas lavar, no tienes nada que ver conmigo. Es como si dijera: si no me dejas entrar hasta lo más oscuro de ti, aquello que rechazas profundamente en tu interior, no descubrirás nunca quien soy. Es precisamente en el agua sucia de nuestra debilidad donde descubrimos el verdadero rostro de Dios y nuestro verdadero rostro. Dios no es, como creemos, ese ser absoluto que domina todo lejanamente. Es el Dios que se encarna, que se abaja, se hace pequeño, se humilla, hasta el extremo, como nos muestra la Carta a los Filipenses: “Quien, siendo Dios, no tubo como algo codiciable el mantenerse igual a Dios, sino que se anonadó (se hizo nadie), tomando la condición de esclavo y haciéndose semejante a los hombres” (Fil 2, 16) . Así, surgió en él, pero en una profundidad insondable a toda cualquier psicología, la voluntad de “anonadarse” a sí mismo, de despojarse de esa existencia
gloriosa, de esa plenitud soberana de amor a nosotros. Por eso, en el cuadro, Jesús está encorbado de una manera exagerada, completamente volcado en la misión de llegar cuanto más abajo mejor. Esa es la razón de su vida, su manera de ser, el objetivo que desde siempre ha deseado Dios: llegar a lo más bajo del hombre y una vez allí, amarlo profundamente. Por eso, el verdadero rostro de ese Dios que se hace pequeño para encontrarnos solo se puede ver con autenticidad, si lo miras reflejado en el agua sucia de tus heridas personales. Míralo de frente, ¡cómo te ama incluso en tus fracasos! Fíjate en el camino de vaciamiento, de anonadamiento, que ha hecho para bajar a tu miseria. Y todo para decirte: “déjame amarte ahí, donde te duele. Porque me hice hombre y pasé por la cruz, para encontrarme contigo precisamente aquí, en el agua sucia de tus errores”. “Algo gira en el mundo, efectivamente, en este lavat orio. Este Dios arrojado a los pies de los hombres es un Dios que no conocíamos. Este Dios que lo que lava no son los hermosos pies de Adán y Eva por el paraíso, sino los pies de la historia, las extremidades del animal caído que camina pecando por el polvo, que peca de los pies a la cabeza. Este Eterno que se ha puesto de rodillas y tiene manos de madre para los pies de Judas, es realmente mucho más de lo que nunca pudimos imaginarnos.” (J. L. Martín Descalzo, Vida y Misterio de Jesús de Nazaret).
Hay dos detalles en el cuadro que nos indican que lo que está ocurriendo, ocurre también hoy, en el tiempo presente. Jesús está vestido de un blanco inmaculado y ha tirado su manto azul debajo del cubo donde lava los pies a Pedro. El blanco es el color de la resurrección y el azul siempre se ha aplicado en el arte cristiano a la naturaleza divina de Cristo. De esta manera, Köder nos está indicando que es Cristo Resucitado el que está lavándole los pies a Pedro. Es más, quizá ni siquiera sea Pedro el que está sentado con los pies en el agua, sino que sea la representación de un creyente actual. Es una invitación a que ocupes tu sitio en el cuadro. Ponte en el lugar de Pedro y déjate lavar los pies. ¿Qué sientes? ¿Cuáles los defectos, errores o pecados que más te duelen? ¿Te cuesta ponerlos a la luz? ¿Cómo mira Jesús tus zonas oscuras? Ponte en el lugar de Jesús: Estás llamado a hacer con otros lo que Jesús hace contigo. ¿Te cuesta servir, abajarte, vaciarte? ¿Qué pies crees tú que podrías lavar?
Is 42, 1-4; Is 49, 1-6 Mt 20, 25-28; Jn 13, 1-20 Mt 20, 29-34; Lc 7, 36-50; Lc 8, 43-48; Jn 12, 1-8; Mc 7, 31-37.
Se trata de otra escena a la vez familiar y extraña. Familiar por el tema que nos narra que es conocido por todos, pero es extraña la forma de presentárnoslo. La escena la cuenta Lucas de esta manera (Lc 22, 15-23): “A la hora determinada se puso a la mesa con sus discípulos. Y les dijo: «He deseado vivamente comer esta pascua con vosotros antes de mi pasión. Os digo que ya no la comeré hasta que se cumpla en el reino de Dios». Tomó una copa, dio gracias y dijo: «Tomad y repartidla entre vosotros, pues os digo que ya no beberé del fruto de la vid hasta que llegue el reino de Dios». Luego tomó pan, dio gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: «Esto es mi cuerpo, que es entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío». Y de la misma manera el cáliz, después de la cena, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre, que es derramada por vosotros. Pero ved que la mano del que me entrega está conmigo en la mesa. Porque el hijo del hombre se va, según lo decretado; pero ¡ay del hombre que lo entrega!». Ellos comenzaron a preguntarse unos a otros quién sería el que iba a cometer tal acción.” En torno a una blanca mesa cuadrada se agolpan los discípulos apretujados, como si no hubiera demasiado sitio. Solo hay un personaje sombrío de pie, que parece huir oculto entre las sombras: Judas. Cada uno de los discípulos está individualizado por el color de sus vestiduras y por el gesto de sus caras y sus manos. Quizá lo que más llame la atención es precisamente lo que no se ve: la figura de Jesús. Solo se le ven las manos y su rostro reflejado en el vino. En el centro de la mesa el pan está partido y dividido formando uno de los signos más antiguos del cristianismo: el Crismón. Se trata de una figura compuesta por las letras griegas “ro” (en forma de “p”) y “ji” (en forma de equis). Se trata de las dos primeras letras del nombre de Cristo en griego. Fue una de las primeras maneras de representar a Jesús para los antiguos cristianos en las catacumbas. Casi imperceptiblemente, la sombra de una cruz se proyecta por toda la escena dividiendo en cuatro el cuadro. Se trata de un cuadro cargado de simbolismo y de matices. Contemplémoslo despacio.
El hecho de situar la figura de Jesús en el plano del espectador, es una clara provocación para quien contempla el cuadro. Se nos está invitando a ponernos en su lugar, a mirar la escena tal y como Él la mira. En primer lugar, sé consciente de que Jesús ya está en ti. Ha estado presente en tu vida en muchas ocasiones, y ahora te pide que mires con sus ojos, con su manera de ser.
Su rostro solo se puede ver reflejado en el vino y su nombre solo se puede leer escrito con los trozos del pan. El pan y el vino que Él mismo dijo que eran su cuerpo y su sangre. El mismo cuerpo y sangre que en cada eucaristía se nos da para que lo comamos y bebamos. Pero ¿qué quiso decirnos con este gesto de la eucaristía?
Jesús quiso quedarse para siempre con nosotros eligiendo una realidad cotidiana, accesible a todo el mundo: el pan. Es más, se trata del alimento básico para la mayoría de las culturas. Él quiere ser eso: alimento básico para nuestra vida. Pero no solo eso. Él dijo:”este es mi cuerpo que será entregado por vosotros”. Jesús no nos deja su cuerpo, sino . Por eso, el pan encima de la mesa, es un pan partido. El gesto de partir el pan era capital para los primeros cristianos. Lo que Jesús nos deja como su presencia no es solo su vida, sino su estilo de vida, esa manera de ser que le llevaba a estar siempre al servicio de los demás. Por eso su nombre no está escrito en un pan entero sino en un pan hecho trozos. Un pan, un cuerpo, que se deja destruir para servir de alimento a muchos. Mira el pan partido: ¿estarías dispuesto a comer ese cuerpo entregado?
El rostro reflejado en la copa de vino y la sombra de la cruz que se cierne sobre toda la escena son símbolos íntimamente conectados. El vino de la copa nos recuerda lo que Jesús dijo después de partir el pan: “Tomad y bebed, esta es mi sangre, Sangre de la nueva Alianza que será DERRAMADA para el perdón de los pecados”. Otra vez aquí Jesús nos ofrece su sangre en el símbolo del vino. Pero no es un vino cualquiera: es un vino derramado, derrochado, vertido y perdido por el suelo. El vino, la sangre, hace referencia a su sacrificio, a su muerte sangrienta en la cruz. En ella Jesús asume todas las muertes y sufrimientos inocentes de todos los hombres y mujeres que son oprimidos injustamente. En la cruz él se entrega para ser solidario con todos nuestros sufrimientos. Él sufre en sí la consecuencia de todas nuestras injusticias, prepotencias, insultos, traiciones, errores, groserías, mentiras, vejaciones. Por eso la cruz acecha proyectando su sombra sobre la mesa. La entrega de Jesús en la cruz no es una entrega simbólica, es un sacrificio violento. Y todo por amor. La sangre derramada es el mejor símbolo del derroche de amor que mana del Corazón de Dios. Dios no ama como nosotros, esperando ser amados. Dios ama dándose por entero, desparramando su misericordia sin pararse a calcular si será recogida por alguien. Dios es amor que se derrama como una fuente inagotable. Por eso, Jesús no puede ser alguien que despierta simplemente simpatías, o alguien sobre el que se puede opinar pero que te deja indiferente: ¿te quedarías tú indiferente ante alguien que se dejara matar en tu lugar? Cada vez que celebramos la eucaristía, Jesús vuelve a derramar su sangre, vuelve a derrochar su amor generoso para todos. ¿Estarías tú dispuesto a beber de ese cáliz?
Mira ahora la escena desde los ojos de Jesús. Ahora comprendes los símbolos y sabes qué es lo que hay en el corazón de Dios. Ponte en su lugar ¿qué piensa Jesús mientras mira a sus discípulos? ¿Qué quiere transmitir al repartir el pan, que es su cuerpo? ¿Qué siente al verse reflejado en la sangre, al recordar todo su sacrificio de amor por los hombres? Mira a cada uno de los apóstoles como si fueras Jesús, ¿que le dirías a cada uno?
Ahora se trata de ponerse en el lugar de los apóstoles. Ellos representan a los creyentes de todos los tiempos. En realidad, ahí estás tú. Observa sus rostros, sus vestidos, sus gestos. El apóstol de la izquierda, vestido de azul, ha recibido el pan, mientras el de rojo, está recibiéndolo en este preciso instante, con una intensa actitud de aceptación interior. Mientras, otros discípulos miran sorprendidos, hay uno que parece esconderse como si le diera miedo; otro apoya su cabeza en la mano mirando con curiosidad pero con indiferencia; otro alarga la mano con un rostro adusto, como si aceptara un reto; otro está ensimismado, perdido en sus pensamientos. En frente, hay un discípulo que toca con la mano la sombra de la cruz de una manera curiosa, como si fuera un fenómeno extraño, pero parece ausente de lo que está ocurriendo en la parte frontal del cuadro. Al fondo, mientras un personaje se tapa la mitad del rostro, no sabemos si por vergüenza, por miedo o por piedad; otro sostiene algo en las manos; y, por último, uno mira sorprendido la fuga entre las sombras de Judas. Todos representan distintas actitudes ante la entega de Jesús. Identifícate en cada uno de ellos. ¿Quién eres tú? ¿Miras de frente a Jesús que se entrega? ¿O estás distraído? ¿Miras con curiosidad pero sin terminar de creerte lo que está aconteciendo? A lo mejor te sientes escandalizado: ¿cómo va a entregarse todo un Dios por mi? O no aceptas que la cruz sea parte de nuestra vida y te preguntas ¿por qué? ¿no sería mejor salvar el mundo de buen rollo? Puede que te dé miedo y por eso te escondes, o te tapas la cara. Puede que, simplemente, todo esto te resulte curioso, bonito, interesante, pero no haya tocado todavía tu corazón. Puede que estés a punto de huir, como Judas, porque en el fondo te interesan más otras cosas. ¿Eres de los que se escandalizan como el discípulo que mira sorprendido a Judas? O sea, de esos que se creen fieles y no pueden concebir que ellos pueden llegar a ser traidores también? ¿Miras a Jesús o estás mirando a otra parte? Y ahora concéntrate en Jesús. ¿Aceptarías el pan que te ofrece? ¿Beberías del mismo caliz que él? ¡Ojo! Aceptar el pan de las manos de Jesús quiere decir asumir su mismo proyecto de vida, vivir para los demás, entregarse, renunciar a muchas cosas por darse a los que más lo necesitan. ¿Aceptarías su pan, comerías con él? Dialoga con Cristo y ofrécele todos tus sentimientos, ya sean positivos o negativos.
No sé si te habrás dado cuenta que, a pesar de la actitud de cada uno, excepto Judas, todos están juntos, alrededor de la mesa, apretujados, como si no hubiera espacio entre ellos. Además forman una elipse casi perfecta, un círculo casi cerrado. Esto es lo que pasa cuando celebramos la eucaristía, cuando dejamos que entre Dios minimamente en nuestro corazón, se produce el milagro de la . Sin que nos demos cuenta, Dios hace que nos unamos, que nos sintamos más hermanos. De repente, las dificultades en las relaciones no son insalvables y nos entra ganas de seguir luchando con el otro a pesar de sus defectos. No es algo que nosotros consigamos por nuestros medios, es un don que nos ofrece Jesús con su pan y su vino, con su cuerpo y su sangre. Por eso tenemos que disponer nuestro corazón para recibirlo y para percibirlo.
Salmo 107, 8-9; Lc 11, 3; Jn 6, 35-40; 1 Cor 11, 23-27
Gn 18, 1-15; Is 17, 1-24; Sal 23, Sal 104, 27-30; Mt 18, 20 Hech 2, 42-47.
Mt 10, 40-42; Mt 18, 5; Mt 25, 31-46; Jn 12, 26; Jn 4, 20-21
“Oh, Dios, escucha mi voz, atiende a mi súplica” A veces todo parece perder sentido. Obrar bien no basta. El mal se ríe del que obra bien. Intento ser fiel, pero otros hacen burlas. “Nos acechan sombras de muerte”, parece ridículo seguirte, Dios mío. Siento la amenaza de los acontecimientos y siento miedo. De repente me vienen a la mente voces que me dicen: “protégete, no te entregues, mira por ti, no merece la pena darlo todo, haz como todo el mundo.” Pero yo me acuerdo de Ti, recuerdo cómo me has tratado, con qué ternura me creaste y con cuánto amor me has salvado. Aprieto los puños, concentro todo mi deseo en ti y te clamo: ¡no abandones la obra de tus manos! Dejo de mirar alrededor y miro hacia arriba y, de repente, entre las sombras, se ilumina mi rostro y siento que me dices: —No tengas miedo. (Mt 10) —Yo estoy contigo. (Dan 10) —¿Es que puede olvidarse una madre de su bebé? Pues aunque una madre se olvide, jamás me olvidaré yo de ti. (Is 49,15) Por eso, miro al cielo y te digo: — Señor, confío en ti, no me permitas que me quede defraudado. Solo tú tienes palabras de vida eterna.
Confianza Sal 4; Sal 16, Sal 39, Sal 46, Sal 85, Sal 121 Gratitud Sal 116; Sal 118; Mc 5, 1-20; Lc 17, 11-19; Jn 9, 24,-38 Arrepentimiento Sal 50; Sal 129; Sal 103; Lc 18, 9-14; Mc 21-24; Lc 5, 8-11
“Esper a alma mía en el Señor, no olvides todos sus beneficios”
Un lugar inhóspito, una cueva rocosa con salientes puntiagudos. Una tormenta se cierne en el horizonte y un fuego está consumiendo un bosque. Una figura humana sentada y encogida, cubierta por un manto rojo, con la cara tapada y la mano en los ojos como asegurándose de que no ve nada. Y sin embargo, toda la fuerza de los elementos, la violencia de los colores, no son capaces de acallar el estrépito visual que ejerce la hoja verde sobre la mano abierta del personaje.
¿Cuántas veces has sentido que se hundía el mundo bajo tus pies y, sin embargo, de una manera misteriosa se fue arreglando todo? Casi nunca se cumplen nuestros peores pronósticos. A veces nos sentimos acuciados por nuestros temores y nos angustia no obtener una respuesta inmediata de parte de Dios. Y es que Dios no es como el servicio técnico que te atiende cuando algo no funciona. A Dios le gusta actuar de forma misteriosa a través de lo inesperado, de lo sorprendente, justo cuando uno está apunto de abandonar. Y es justo que lo haga así, para que nosotros agotemos todas las posibles soluciones que están en nuestra mano. Pero, sobre todo, lo hace así para que aprendamos a esperar. El personaje del cuadro siente la soledad, la dureza de la roca, la presencia intimidante del fuego y la tormenta. Se cubre el rostro porque no ve salida y aún así…, deja abierta su mano izquierda esperando lo inesperado: en medio de la desolación y la muerte, una ráfaga de viento hace posarse una hoja verde en su mano. La esperanza es la virtud inquebrantable de aquel que sabe por experiencia que Dios no falla nunca, que siempre nos guarda sorpresas incluso cuando lo más racional sea tirar la toalla. Lo define muy bien S. Pablo: Estimo, en efecto, que los padecimient os del tiempo presente no se pueden comparar con la gloria que ha de manifestarse en nosotr os. Porque la creación está aguardando en anhelant e espera la manifestación de los hijos de Dios, ya que la creación fue sometida al fracaso, no
por su propia voluntad, sino por el que la sometió, con la esperanza de que la creación será librada de la esclavitud de la destrucción para ser admitida a la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Sabemos que toda la creación gime y está en dolores de parto hasta el momento presente. No sólo ella, sino también nosotros, que tenemos noticias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos, esperando que Dios nos adopte como hijos, la redención de nuestro cuerpo. Porque en la esperanza fuimos salvados; pero la esperanza que se ve no es esperanza, porque lo que uno ve, ¿cómo puede esperarlo? Si esperamos lo que no vemos, debemos esperarlo con paciencia. ¿Qué más podremos decir? Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? ¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo? ¿Las dificultades, la angusti a, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada? Pero en todas estas cosas salimos triunfadores por medio de aquel que nos amó. Porque estoy persuadido de que ni la muerte, ni la vida, ni el poder, ni la amenaza, ni la altura, ni la profundidad, podrán separarnos del amor de Aquel que ha dado la vida por nosotr os.” (Rom 8, 18-31)
1Re 19,1-13; 1Sam 16, 1-13; Juec 6, 11-24; Lc 1, 26-38; Is 55,8; Mt 16, 22-23
Zac 4, 6; Sal 23,2; Sal 46, 10; Sab 18, 14-15; Is 30,15; Sal 131; Is 42,1-4.
Dt 30,15-20; Lc 10,42; Jn 15,16; 1Cor 1,18-31; Ef 1, 3-14.
En sus manos está el alma de todo ser viviente, y el espíritu de cada hombre. (Job 12,10)
Después obligó a los discípulos a que se embarcaran y se le adelant aran rumbo a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Y una vez que la despidió, subió al monte, a solas, para orar; al caer la tarde, estaba solo allí. Mientras, la barca se hallaba ya en medio del lago, batida por las olas, porque el viento era contrario. Hacia las tr es de la madrugada se dirigió a ellos andando sobre el lago. Los discípulos, al verlo caminar sobre el lago, se asustaron y decían: «¡Es un fantasma!», y se pusieron a gritar llenos de miedo. Jesús les dijo: «Tranquilizaos. Soy yo, no tengáis miedo». Pedro le respondió: «Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre las aguas». Él dijo: «Ven». Pedro saltó de la barca y fue hacia Jesús andando sobre las aguas. Pero, al ver la fuerza del viento, se asustó y, como empezaba a hundirse, grit ó: «¡Sálvame, Señor!». Jesús le tendió la mano, lo agarró y le dijo: «Hombr e de poca fe, ¿por qué has dudado?». Cuando subieron a la barca, el viento se calmó. Y los que estaban en ella se postraron ante él, diciendo: «Ver daderamente tú eres el hijo de Dios». (Mt 14, 22-33)
¿Por qué se echó a andar Pedro por las aguas? Pues porque cuando estás cerca de Dios te atreves con todo, los retos te parecen pequeños, te sientes fuerte. Pero, entonces, ¿por qué se hundió después? Lo que le pasó a Pedro es lo que nos pasa a nosotros, nos sentimos fuertes y creemos que la fuerza viene de nosotros, de nuestras cualidades o nuestro coraje. Por eso, a la mínima dificultad nos hundimos. Entonces, clamamos llenos de miedo: “¡Sálvame, Señor!” . Acudimos a Él para solucionar lo que casi siempre provocamos nosotros. Pero Él siempre aparece, tarde o temprano, nos agarra fuerte y nos saca del agua, nos lleva a la barca y todo vuelve a la calma. Y, entonces, más tranquilos, nos vuelve a decir: “Hombre (mujer) de poca fe, ¿por qué dudas?”. Y así seguirá sucediendo en nuestra vida, hasta que un día nos demos cuenta de que nosotros no podemos nada sin Él, que el es nuestro refugio y nuestra fuerza. Ese día intentaremos todos nuestros quehaceres con más humildad y sencillez, sabiendo que todos los logros son suyos y todos los problemas que nos acechen no son más que una oportunidad para poner a prueba la fidelidad de Dios que nunca falla. Aquel día podremos decir: «Verdaderament e tú eres el hijo de Dios».
¿Recuerdas una situación así, en la que te hayas sentido hundido, completamente cubierto por la angustia o el fracaso? ¿Cómo reaccionaste? Mira las manos: siente el apretón de la mano de Dios en la tuya. Imagina cómo te saca poco a poco de todo aquello que te preocupa. Siente cómo te dice: “Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?” Mira el rostro de los que se han quedado en la barca. Son aquellos que nunca intentan nada porque son demasiado realistas y calculadores. Son los que siempre te dicen: “t otal, ¿para qué?; si no merece la pena; no te arriesgues demasiado…
Ex 4, 10-12; Is 6, 5-9; Jr 1,4-10; Is 12,2-3; 1Cor 1,18-25.
Sal 50; Lc 22, 31-34; Lc 22, 39_46; Lc 15, 7; Lc 7, 36-50.
Ellos clamaron al Señor en medio de la angustia y Él los rescató de sus sufrimientos, calmando la tempestad hasta hacerla un leve susurro. (Salmo 107, 28-29)
Los evangelios lo cuentan así: Jesús subió a una barca acompañado de sus discípulos. De pronto se alborotó tanto el mar que las olas saltaban por encima de la barca, y él dormía. Se acercaron los discípulos y lo despertaron, diciendo: «¡Señor, sálvanos, que perecemos!». Jesús les dijo: «¿Por qué tembláis, hombres de poca fe?». Entonces se levantó, increpó a los vientos y al mar y sobrevino una gran calma. Los discípulos, asombrados, decían: «¿Quién es éste que hasta el viento y el mar le obedecen?».(Mt 8, 23-27)
El autor ha decidido transmitirnos la sensación de peligro y angustia que debieron vivir aquellos pescadores de Galilea. Para ello ha pintado el cuadro desde un ángulo insólito: desde arriba. El agua con sus violetas olas define las líneas de fuga del cuadro. Todo está en convulsión, todo está agitado y en movimiento. El remo y la vela rota, además de los gestos y los rostros de los personajes denotan la desesperación de la situación: se trata de un momento crítico, están a punto de hundirse. Las fuerzas ya no sirven: el remo está roto, no dan abasto para achicar el agua, las olas y el viento no cesan. Uno de los discípulos, desesperado, alza los brazos llamando a Jesús. Todos están a punto de sucumbir. Todos menos el personaje de blanco en el fondo de la barca. Su postura es relajada, está durmiendo, ¡durmiendo en una barca a punto de naufragar! El color de su ropa es luminoso, no oscuro. Parece un contrasentido en medio de tanta furia y oscuridad.
El autor no ha querido contarnos el milagro que hace Jesús, sino la situación de angustia previa. ¿Por qué? Seguramente porque es una situación que nosotros vivimos cotidianamente. Lo de menos es que Jesús aplacara el temporal. Lo más importante es poner de manifiesto lo que los discípulos no supieron entender: en medio del peligro, Jesús está con ellos. Por eso Jesús no se da por aludido hasta el final. Ellos han intentado por sus propias fuerzas dominar el mar y los elementos. Solo cuando se han visto desahuciados han recurrido a Jesús. Los remos y la vela rota, son la metáfora de nuestra impotencia. Rompemos los remos cada vez
que nos agobiamos queriendo solucionar todos los problemas por nuestras propias fuerzas. Cada vez que queremos dominarlo todo, hacer el mundo a nuestra imagen y semejanza, igual que los discípulos pretendían dominar el mar. Igual que nosotros, ellos nos se dan cuenta de la presencia dormida de Dios en nuestra vida. Esa presencia que, si fuéramos conscientes de ella nos daría calma y tranquilidad para afrontar los problemas de nuestra vida. Seguramente tú hayas vivido situaciones de este tipo, en las que parece que estás a punto de hundirte y todo lo que intentas fracasa. ¿Has sentido alguna vez la acción de Dios provocando que todo vuelva a la calma? Si lo has sentido, ¿por qué habría de fallarte ahora o en el futuro? ¿No te das cuenta de que Jesús viaja en tu misma barca, que si naufragas, naufraga él contigo? ¿Cómo puede dejar que perezcas si él va contigo? No tengas miedo. Aunque sientas que Dios no habla, que está dormido, él está contigo siempre.
Sal 107; Sal 29; Job 40, 6-42; Mc 4, 35-41; Is 45, 7; Is 51, 6.
Sal 46; Is 25, 4-10; Is 49, 13-16; Is 54, 10
Is 41, 10-20; Is 43, 1-5; Is 44, 1-5; Jn 14, 1-4; Lc 24, 36-43.